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«El silencio tiene su lenguaje, sabe hacerse entender»
Buda
Siempre fue un obstinado profesor de filosofía que había hablado mucho, quizás demasiado, en su vida. Para él, la sinonimia jamás existió: las palabras, como los individuos y las calles, eran únicas e irrepetibles, aun cuando las diferencias entre ellas luzcan imperceptibles, son sustancialmente distintas. En esta etapa de su vida, al usar las palabras, las gastaba, las consumía, las extinguía. Cada palabra perdida era una vuelta de tuerca que lo aferraba aún más al limitado inventario que portaba. De las palabras esenciales emergían todas y cada una de las demás, formando círculos concéntricos. La única y peligrosa manera de encontrar los vocablos extraviados era sumergiéndose en los círculos en un viaje de regreso desde lo esencial, similar a dar saltos entre los nueve círculos del infierno de Dante y pretender salir airoso, indemne. Era un mecanismo de sobrevivencia a través del cual, deliberadamente, borraba de su memoria términos accesorios. Con el tiempo, se fue quedando con un conjunto finito de palabras, tal vez con varias decenas de ellas, con las mínimas necesarias que lo transformaron, progresivamente, en un animal monosílabo. No era alzheimer, tampoco otra epidemia del olvido, nunca fue la autoflagelación que se impuso un monje urbano, no eran votos de silencio, afasia ni disfemia; era un persistente juego voluntario: un rito obsesivo al atar una palabra a otra y poder rescatarlas desde lo esencial. Siempre supo que se quedaría sin palabras, paradójicamente sentía, cada vez más, una mayor seducción y encantamiento por ellas, de allí su selectividad y el duelo que le producía no recordarlas. Cada palabra escasa era como una piedra arrojada al estanque, condenada siempre al fondo y al núcleo; las accesorias, por su parte, se difuminan en la superficie, alejadas cada vez más del centro, hasta extinguirse. Una tarde, el viejo profesor, sentado en el parque, acompañado de su perro, quizás extrañando expresiones que no recordaba ni podía pronunciar, advirtió que observando en detalle podía arrebatarle las palabras a las cosas y trasegarlas a la escritura como burladero y así lo ejercitó todas y cada una de las tardes hasta producir, en silencio, su libro “Cuentos de mutismos y mutantes”. Era una manera de robar las palabras a las cosas evadiendo así cualquier nomenclatura que le estaba negada recordar a voluntad. Descubrió que degustando el detalle barroco de las cosas, siempre envueltas en una piel bizarra de palabras, se produciría en consecuencia un discurso involuntario donde él sólo era el médium en un trance que le permitía registrar notas, fijar recuerdos, tomar fotografías, como una manera de atrapar las palabras a través de las cuales se manifestaban las cosas. De esa manera inició cada uno de los cuentos que conformaron su libro (Un raído billete de lotería que el viento lleva y trae sin un orden preestablecido, tratando de competir con las hojas huérfanas de los árboles…/ Esa gastada gamuza en un pasamanos de la butaca de un cine de mala muerte…/ Una goma de mascar abandonada debajo de un asiento como evidencia del respeto bastardo a las costumbres de los comensales…/ Una gota de sudor cae por un rostro siguiendo el curso de pliegues, viejas cicatrices y arrugas infligidas por los años y se va secando con la ayuda del viento… / La terquedad de una cremallera que no logra abrir ni cerrar de tanto uso… / Un viejo zapato cuya piel ha asumido la forma de los pies del viandante de tanto uso… / Unas primeras gotas de lluvia mojan la tierra y expelen un vaho originario… / La mirada misteriosa de un perro que me observa y sólo emite, con su cola, señales de radar indescifrables… / Un buque gigantesco y sigiloso arriba a un puerto al amanecer, tratando de atracar sin ser percibido… / Una larga lombriz atraviesa la oscura franja de pavimento buscando la tierra húmeda y prometida, donde hundirse… / Una mano sudorosa aferrada al pasamanos de un tren que dosifica su fuerza al vaivén que imponen las vías férreas…/ Un rayo de sol intermitente se cuela entre las nubes y simula haber rendido al frío… / Una colilla de cigarro arrastrada por el viento en cuyo extremo ocasionalmente se aviva el fuego gracias al viento inercial que lo gobierna…). Fue así como decidió degustar, catar sensorialmente las cosas por el resto de sus días; en todo caso, las palabras siempre estarían allí, fueron y serán inmanentes a las cosas, fue el profesor quien involuntariamente las evadió. Conoció el mundo mediante las palabras, hoy se reconoce a sí mismo a través de preguntas indirectas: ¿Qué pieza musical habría querido componer? ¿qué película le habría gustado dirigir? ¿qué relato quisiera haber escrito? ¿qué otro oficio hubiese querido ejercer?¿qué palabras habría querido inventar? El profesor cree saber quién es, sólo entendiendo lo que no quiere ser.
Photo by Craig Whitehead on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: César Rodríguez Barazarte
Sociólogo y narrador venezolano, profesor de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido colaborador en las secciones literarias de distintos periódicos venezolanos. Su último libro: «Cartas desde Casablanca», Caracas, 2008. Próxima publicación «Soliloquios Urbanos / Ejercicios Narrativos».
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Felicitaciones Cesar excelente relato! Disfrute su lectura por ser fuente de imaginación e inspiración.
Excelente espacio para compartirlo y difundirlo.
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Laura A. Lozada V.
Para mí, es un honor seguir disfrutando tus relatos, mis felicitaciones y en espera de tus próximos escritos.