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Unos dicen que ciertos accidentes ocurren tan rápidos que no se pueden mantener en la memoria ; otros dicen que el tiempo se detiene y en fracciones de segundo pueden ver toda su vida delante de ellos; algunos tienen un solo recuerdo, ni siquiera tiene que haberles ocurrido, puede que solo se lo hayan contado o lo hayan leído; y aún, hay otros que les toca en suerte el gran vacío: se quedan con un cerebro inundado de adrenalina, el cuerpo sigue aumentando su velocidad y, sin embargo, en su mente el tiempo se ha detenido o es tan lento que parece que no existiera y lo peor, no ocurre nada, absolutamente nada, a pesar de que la sensación es prístina y de una intensidad que lo llena todo.
Benjamin Sacks se ha retirado a la cabaña de Vermont para escribir su libro. Parece que el libro avanza bien, aunque en un principio era solo la excusa para apartarse de su esposa, de sus amigos, de lo que había sido su vida en New York hasta el momento de la caída. Entendió que tenía que irse, el problema era que no sabía hacia donde. El fin de semana espera una visita, su amigo Peter viene con su mujer, se esmera en todos los preparativos, parece la última comida de un condenado a muerte. Su amigo regresa a New York tranquilo y encantado, las cuerdas han salvado a su amigo y el libro le ha gustado, diría incluso que es bueno y desde luego muy distinto al anterior. Ha pasado el fin de semana y Sacks vuelve a la rutina de escribir, hasta que unas pocas semanas después decide dar un paseo por la montaña. Una decisión aparentemente caprichosa y trivial ̶ igual de baladí que la decisión de ver los fuegos artificiales desde la escalera de incendios ̶ decisiones, sin embargo, que se encadenan unas con otra: sacar las piernas por fuera de la barandilla o andar un rato más y, entonces, se pierde. La noche, la propia vida del bosque y su inexperiencia borran las huellas que podrían orientarle en el camino de vuelta, aunque en su cabeza hace mucho que no hay camino de vuelta. Apenas podemos llamarlas decisiones pero ¿acaso no lo son? Los acontecimientos, entonces, surgen como una serie de tropiezos estúpidos. Alguien entra, se engancha el tacón, tropieza y empuja a María, ésta abre los brazos y, a su vez, empuja a Sacks. Ahora, se encuentra a un chico que le va a ayudar a volver a su casa, pero interviene un tercero. El aparecido dispara ̶ empuja a su salvador ̶ y vuelve a disparar. Sacks coge el bate del suelo de la furgoneta, vacila, pero al fin, golpea al extraño en la cabeza. Golpea con la misma fuerza con la que se hubiera agarrado y no pudo, y le mata. De cualquier modo es tarde, su guía ha recibido un tercer disparo fatal. Una vez más está en el aire iniciando una caída, un suceso que le empuja rodando a un abismo desconocido.
Lloró la primera caída, lloró la cárcel; lloró la segunda, lloró las despedidas; lloró la tercera y lloró la soledad y el miedo. Lloró y rumio la tierra, no quería irse. Todas, a la vez, eran un ciclón en su mundo físico interno. Aparecieron las cuerdas; para Peter y los demás fueron la salvación; para Sacks fueron la sorpresa, lo insólito, lo inviable de su aceptación, una fracción de segundo de pánico y todo se apagó. El mundo se encendió una vez más y el no entendió porqué. Ahora, ̶ al desaparecer las lágrimas ̶ , el miedo convertido en terror, le revolvía las entrañas. Los órganos, los músculos, los huesos, cada glándula y cada arteria y vena, todo se daba la vuelta y se volvía del revés. Condujo hasta llegar a New York, mientras en su cabeza iba escribiendo páginas de detalles, de justificaciones; cada acción la volvía parte de un plan. Intentaba encajar los hechos como los párrafos de un libro. La caída, quizá, dibujó en el cerebro de Sacks recorridos insólitos, caminos por los que no había transitado jamás: la sensación de caída fue tan intensa que no había podido borrarla de su memoria. No había eventos, hechos, peripecias y el sentimiento que se construye a partir de ellas. Sólo existía la percepción de nada, acompañada de una certeza: la inexorable desintegración final. Era un libro con todas las páginas en blanco. Aparecieron las cuerdas.
No te rompes en el momento del impacto, te rompes en la caída. Cada trozo, cada fragmento se mantiene a una cierta distancia debido a una jocosa fuerza de atracción de los cuerpos. Son esos pedazos de uno mismo los que saltan en trocitos mucho más pequeños; aniquilándose en el impacto contra el suelo y chocando entre ellos mismos. Él no lo sabía, pero ̶ el día de los fuegos artificiales en la Estatua de la Libertad ̶ al menos dos Sacks llegaron al hospital. Uno, el de siempre, el que chocó contra las cuerdas, el que descubría, enlazaba y construía acontecimientos en el papel; el otro, el nuevo, el desconocido, el que siguió hasta estrellarse contra el suelo, el que necesitaba de forma imperiosa llenar el vacío y culminarlo con aquello que había aceptado como inevitable. Poco a poco, muy lentamente, se iba dando cuenta que el primero estaba totalmente al servicio del segundo.
En el momento en el que perdió la sensación de la barandilla, se convirtió en un molino de manotazos y patadas en un intento vano de agarrarse a algo, de volver a los brazos de María. Dejó el coche en un mal barrio y corrió primero a la seguridad de siempre: su esposa, la encontró en brazos de otro; corrió, entonces, a casa de su amigo, demasiado atareado con su vida en esos momentos, acababa de descolgar el teléfono; y, por último, cayó en los brazos de María.
Manotea y patea. Primero viene la reacción: es un hecho reversible, se puede arreglar, hay que arreglarlo. Era en ese momento donde tenían que haber aparecido las cuerdas: en el tercer piso. Busca una marcha atrás imposible. La tarea era ilusoria. Encontrar a Lillian, colocarse en los pantalones del muerto, jugar a que no había muerto, incluso más extraordinario, que había renacido mejor persona. Sin esperarlo, en la caída apareció uno de esos recuerdos no vividos: la relación con una niña. Una ventana a un pasado que no ocurrió, aquello que su querida Fanny anhelaba, una inesperada despedida.
Otra vez en un callejón sin salida: María, la niña perdida y la frialdad de Lillian. Estaba pasando del tercer piso al segundo. La velocidad seguía aumentando y entró en la otra cara de la vida del muerto: en su habitación, entre sus cosas, conocer su trabajo, descifrar sus ideas. Nunca supo mucho de él, sólo lo suficiente para construir una nueva historia del otro que sirviera para sus propósitos. Llegaba al segundo piso, se quedó con el dinero y encontró el tipo de acontecimiento que iba a llenar las páginas de su vacío. Atravesaba el segundo piso cada milímetro de su ser cada célula de su cuerpo aceptaba el inevitable final, lo asumía. Integraba el final, incluso como parte del presente del instante mismo que estaba viviendo y dejo de ofrecer resistencia a la velocidad y, entonces, el mundo empezó a ralentizarse aún más: explotó la primera bomba, la primera estatua de la libertad y se desprendió otro pedazo de sí mismo. Cada estatúa era un metro más en el descenso y otro fragmento perdido. Se echaba de menos a sí mismo y volvió a leer su propio libro, echaba de menos a su amigo y le suplantó. Se despedía de los sentimientos del primer Sacks, lo que quedaba era un intelecto puesto al servicio del segundo. El primero planeaba; estudiaba los mapas, elegía con extremo cuidado la siguiente estatua, el siguiente pueblo; calculaba minuciosamente los elementos que iba a usar en la preparación de la bomba: sólo elementos comunes, comprados aquí y allá, en cualquier ferretería y droguería, siempre en distintos sitios. Cada vez una bomba distinta, eliminar sus huellas, cambiar sus identidades, evitar ser rastreado, eludir a la policía. Las bombas iban siendo cada vez más volátiles, más peligrosas de montar y de usar, y seguía aumentando la velocidad ya casi en el primer piso. Visitó a su amigo, quizá, pensó que alguien tendría que escribir los últimos capítulos del libro. Sabía que el suelo estaba cerca aunque era imposible precisar cuántas décimas de segundo le quedaban, cuántas semanas, cuántas bombas. Le gustaba estar al aire libre, quizá su última despedida. Conducía por carreteras comarcales sin tráfico, paraba el coche y se sentaba en el borde de la carretera a ensamblar los elementos de la próxima bomba y… chocó contra el suelo.
Acerca del autor
Escrito por: María Antonia Mejías Sanchez (@MaraMejias5)
De momento no tengo curriculum literario. Siempre me gustó escribir,pero por falta de tiempo o..de lo que fuera, no me había planteado
escribir historias hasta hace un par de años. Escribo cuentos y quizá en breve comience un proyecto más largo, todavía no es seguro, la
vida es incierta.
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