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Sentía los párpados rígidos, las rodillas rugosas; su boca no dejaba de moverse, «doscientos treinta y dos, doscientos treinta y uno…». Desde el canto de su preciado pajarito tras los barrotes, había olvidado en qué estaba pensando. Recordaba, eso sí. Lúcidamente. Vivía, roce tras roce, cómo esas arrugadas manos, esa desgastada voz y esa mirada penetrante, llena de fuego y sangre, le oprimían los senos, la garganta y el aire. Lo odiaba. Detestaba aquel cordero, sin gracia, sin honra, sin fe.
No había podido dormir. Percibía cómo cada centímetro de su cuerpo se colmaba de tumores creados al instante que perdió su inocencia. Su esencia, blanca de hábito, perdía apetito de vida; sus ojos, el brillo de su infancia. Seguir viviendo, ¿cómo?, ¿dónde estaba su paloma?, ¿dónde, su dios? En tres horas tenía que volverlo a ver, contemplar cómo unos ciegos siguen su oscura palabra buscando iluminación, postrándose ante su sotana como ella, golpeada, se arrodilló bajo la misma. Había escuchado esas historias antes, jamás pensó que podría ser una.
Hace tres meses que sus entrañas no proclamaban su condición, hace tres meses no se sentía mujer, hace tres meses ya no era una. Lo supo el día siguiente de su encuentro. Había leído sobre cómo algunas afortunadas sentían a su bebé desde la concepción y cómo otras inmorales decidían ser diosas, dando muerte. Recordaba juzgar severamente a esas monstruosidades, rezar por esas pequeñas almas y rogar para radicar tales infames pensamientos.
«Treinta y cuatro, treinta y tres…», su alma se había transformado. Esa creatura que sentía mover bajo su hábito era el verdadero engendro. Lo detestaba, incluso con más veras que a su progenitor. Noche tras noche, golpeaba su estómago, tomaba sustancias perversas, no comía: estaba muerta en vida. Dejó de creer, de tener fe. ¿Para qué?, ¿para complacer unos mandatos capaces de hacer miserable su existencia? Qué le importaba no llegar al cielo si ahí existían tan desalmados seres, prefería sufrir el despiadado calor infernal que seguir sintiendo esa bestia en su interior, esa mirada perversa y esta falsa vida.
Cogió el gancho metálico del perchero. Cuidadosamente, sin cortarse, logró estirar un lado; tocó con los dedos la punta afilada, cortante. Empezó a contar desde trescientos, número sagrado, quería tener tiempo para despedirse de su familia, de sus Hermanas. Revivió cada alegría, tristeza, cómo se sentía la calidez del sol abrazando la piel, el aire puro en los pulmones, sonrisas sin medidas, carcajadas con llanto, bailes sin sentido; cómo era escuchar esas melancólicas notas mientras miraba al infinito. Extrañaría el canto de ese pajarito azul tras los barrotes. Una vida más, estática, sin logros, sin fantasías, una historia más.
«Veinte, diecinueve…», no permitiría morir antes de la creatura, quería estar segura de su fallecimiento, no nacería en una cripta, no como ella. Introdujo la punta en su sexo. Clavó, apuñaló, arrancó, mientras gritaba, todo rastro del bastardo. «Diez, nueve…», sin fuerzas, agarró la pócima que había preparado con sus sagradas plantas, sus verdaderas diosas. «Tres, dos…».
Monja encontrada muerta en sótanos del convento Sagrado Corazón, las autoridades religiosas confirman que murió por inanición. “Era una excelente y apreciadísima Hermana, la extrañaremos y honraremos como mártir”, comenta el Padre, quien oficiará hoy la misa a su nombre. Lamentamos su digna muerte, ojalá en el cielo tenga las mismas bendiciones que presenció en la tierra.
Acerca del autor
Escrito por: Lorena Vides Galiano (@lorenavides)
Soy estudiante de sexto semestre de Estudios Literarios. Mis noches las acompaño con Borges a mi lado y la ruda en mi ser.
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