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Me pregunto cuántas veces, a lo largo de mi vida, habré escuchado a las personas decir que la perfección existe. De hecho, estoy casi segura de que, de tanto repetir que la perfección existe, nosotros mismos nos acabamos convenciendo de lo contrario. Pero… ¿qué es la perfección? ¿Nunca te lo has planteado? Yo sí, y muchas veces para ser sincera. También había escuchado alguna que otra vez que la perfección era algo relativo, es decir, tiene una mirada distinta dependiendo del ojo que la observe. Me explico, para un crítico de arte, cualquier obra de un personaje como Miguel Ángel, El Greco, Velázquez o Goya, es una obra de arte perfecta. A simple vista, si contemplamos durante un segundo cualquiera de sus grandes obras, diríamos que es una obra de arte perfecta. Pero… ¿qué pasaría si nos acercamos tanto que logramos ver una mínima imperfección? Me pregunto qué pasaría si, de algo que consideramos simplemente perfecto, logramos, si nos detenemos durante unos minutos a observar esa gran obra, observar una pequeña pero gran imperfección. ¿Seríamos capaces de volver a ver esa obra con los mismos ojos que la veíamos antes? Estoy convencida de que, muchos de nosotros, diríamos: “un pequeño fallo lo puede tener cualquiera”. Pero… ¿y si ese pequeño fallo ocasiona que dejemos de ver esa obra como algo perfecto en sí misma?
Bien, eso era justamente lo que comenzaba a pasarme, y lo que había ocasionado esta pequeña “crisis existencial” (como yo solía llamar a ese momento específico en el que comenzaba a cuestionarme todo) que estaba teniendo mientras me encontraba en mi cama abrazada a la almohada derramando lágrimas sin parar.
Todo comenzó hace 5 años, cuando me enamoré perdidamente de un hombre muy conocido por todos. Su nombre no era otro que Henry McDyland, el aclamado cantante que se había hecho tan conocido por haber participado, y ganado, un programa musical de los de hoy día. Su voz, al minuto de escucharla en directo en el programa, me había dejado cautivada por completo; y su personalidad, había ocasionado que cayese rendida a sus pies. Tenía una de esas voces tan angelicales que te hacía sentir privilegiada por poder escucharla. Henry comenzaba cantando siempre de forma suave, como si pretendiese pedir permiso, de manera educada y temerosa, para poder entrar en tu interior; luego, pasaba a cantar tonos fuertes y firmes, como si quisiera celebrar el triunfo de haberlo conseguido. Posteriormente, una vez que acababa dicha actuación, hacía una sencilla reverencia y lanzaba besos al público mientras gritaba “gracias” al público que le escuchaba. Era siempre el mismo proceso, pero en él nunca me cansaba de verlo.
Una vez que salió vencedor del concurso, mi corazón ya había sido conquistado totalmente por él. Cada día tenía una nueva entrevista, y él mismo subía a sus redes sociales imágenes y vídeos dentro de un estudio, preparando lo que llegaría a convertirse en su primer álbum, y en su mayor sueño. Henry poco a poco seguía cautivando más y más a la gente: siempre se mostraba sonriente ante sus fans y ante la prensa. Siempre dedicaba palabras amables a quienes interactuaban con él. Henry, en muy poco tiempo, se había convertido en todo un referente para mí.
Mí día a día, aparte de mis asuntos personales, se basaba en escuchar canciones de él. Era un momento mágico y único entre los dos: colocaba mis auriculares, ponía cualquier canción de él, cerraba los ojos y dejaba que, lo que yo había llamado como el “efecto Henry” se apoderase de mí. Entonces, una especie de corriente eléctrica se apoderaba de mí. Me llevaba al limbo y, a través de la melodía, sentía cómo unos brazos me envolvía, haciéndome sentir segura.
Así fue todo, día a día, durante 5 años. A día de hoy, él había alcanzado una fama mundial. Era tan, pero tan conocido, que no era capaz de pasar desapercibido ni por un disfraz: todos conocían a la perfección su vestimenta, el color de su cabello, sus andares, su extraña forma de hablar. Durante esos 5 años, él había pasado ya por la grabación de tres discos y tres giras mundiales. Como toda fan que ama a su ídolo, nunca me había perdido un concierto suyo en mi ciudad natal.
Él, en el escenario, era todo un fenómeno. Se movía sin parar, cantaba siempre alegre y fuerte. Hacía que sus fans participasen, e incluso, los más suertudos, lograban ganas dos entradas VIP para verle una vez que finalizase el show. De vez en cuando, entre canción y canción, hablaba con sus fans y siempre con una sonrisa en su rostro, mostrándose feliz ante lo que más le gustaba. Mi economía no me permitía situarme en los asientos más próximos a él, pero disfrutaba siempre viéndole incluso en la lejanía.
No obstante, mi situación cambió en el año 2018, en el que, por fin, pude cumplir mi sueño, o eso mismo pensé yo. Ese mismo año, Henry McDonald anunció una nueva gira mundial, con la llegada de su cuarto disco, “el silencio del alma”. Este año, yo tenía ya 20 años, y juro que nada en mí ha cambiado desde entonces. El único cambio que había experimentado en mi vida era que, por primera vez y debido al sueldo que había logrado con mí esfuerzo, podía permitirme comprar una entrada VIP para el concierto. Grité muy emocionada y casi al borde del llanto. Sin duda alguna, iba a ser un día muy especial: no todos los días tienes la oportunidad de tener a tu máxima referencia justo al lado, y poder charlar con él después del concierto. Eso era algo con lo que llevaba soñando desde que supe de él, y por fin lo iba a lograr. Sonreí nerviosa al pensar en que en menos de cinco meses le vería de cerca, podría admirar sus perfectos ojos, su sonrisa angelical y su mirada misteriosa. Podía verle disfrutar desde cerca y deleitarme con su voz a menos de diez metros de mí. Comencé a agobiarme al pensar en que debía ir vestida lo mejor posible; quería impresionarle. Hacerle ver lo que él era para mí. Decidí crearme una camiseta en la que poner una la frase que él siempre soltaba antes y después del concierto “no hay nada imposible, si tú no quieres”, y el nombre de las canciones que más me inspiraban de él. Todo ello en blanco y negro.
Para mi suerte, los cinco meses de espera se pasaron volando. Llegó el día. Estaba muy nerviosa. No había podido pegar ojo y, desde entonces, soñaba con este día. ¿Cómo sería conocerle? ¿Qué le podría decir? ¿Cómo sería abrazarle? ¿Qué se sentiría poder expresarle lo que sientes? ¿Te miraría con cariño o trataría de bromear, como siempre hacía? Miles y miles de preguntas me bombardeaban sin parar.
El día parecía eterno. Las horas pasaban despacio y todo parecía ir a cámara lenta a posta, como si el tiempo quisiese hacerme sufrir para luego matarme de alegría.
Eran las 6:30 cuando me encontraba ya fuera del recinto esperando en la cola. Había comprado una entrada para pista, casi al principio del escenario, y la cola ya era inmensa. Menos mal que había decidido venir antes. Como forma de animarnos, decidimos empezar a cantar canciones de él, para disimular los nervios y calentar el ambiente del que sería un día muy recordado por todas nosotras.
Las horas, milagrosamente, pasaron volando y por fin logré entrar en el recinto. Era mucho más grande de lo que pensaba: gradas a ambos lados del recinto y una enorme pista descansando junto al escenario. Cuando el señor de la entrada dio la orden, corrí como si mi vida dependiese de ello. Comencé a reír sintiéndome libre, y a la vez estúpida ante lo que mi cabeza acaba de pensar: y es que, efectivamente, mi vida dependía de lo mucho o poco que pudiese correr; pues no es lo mismo situarme casi al inicio del escenario, que al final, donde no podría verle tan bien por las cabezas y por el espacio. Concentrada, corrí y corrí hasta que logré situarme, de manera milagrosa, casi al inicio de pista. Lo había logrado, y todo estaba saliendo según lo planeado en mis sueños. Era como si estuviese reviviendo una vez más este día, pero en la vida real. Me sentía completamente eufórica, y no creía que nada fuese a cambiar mi estado de ánimo. El bullicio era enorme y apenas se podía escuchar a la gente hablar. Volví a sonreír mientras sacaba el móvil para grabar el momento y subirlo a Instagram con la siguiente frase: “@McHenry_ esto es lo que causas”, seguido por un par de lágrimas, unos ojos de enamorada y unos corazones. Distraída con el móvil no me di cuenta de que las luces se habían apagado y había sonado la primera nota musical, la cual había acatado toda la atención del público. Mi corazón palpitaba fuertemente ante el inicio del espectáculo. Sentí mi cuerpo flaquear de emoción. Y de pronto… pasó. Henry McDonald salió enérgicamente al escenario, iluminado por las luces del escenario, y gritando con todas sus fuerzas “¿cómo está mi amado público?”. Posteriormente, comenzó a cantar y deslizarse en el escenario libremente. Era todo como lo había soñado tantas veces. Estaba en una burbuja de la que me era incapaz de salir.
Ahora es cuando recuerdo aquella famosa frase que siempre suelen decir: “y ahora es cuando viene la hostia”. Eso fue exactamente lo que me ocurrió a mí, ¡quién lo diría!
Una vez que terminó el concierto, con mi entrada VIP me situé en el inicio de la puerta de espera para entrar y poder conversar con él durante unos minutos. Estaba mucho más nerviosa que antes, y mi cuerpo temblaba sin parar. Delante de mí había dos chicas igual de nerviosas que yo, pero cuyo semblante cambió una vez que terminaba el tiempo. Ahora me tocaba a mí. Era mi momento, y deseaba que nada pudiese estropearlo; con lo que no contaba, era que ese “nada” se acabaría convirtiendo en él, y con él, la decepción.
Entré en la sala siguiendo al segurata. Henry se encontraba sentado en el sillón, comiendo una mandarina para apaciguar el hambre. Visiblemente emocionada, me acerqué a él en dos grandes pasos, y crucé las manos nerviosamente esperando que me mirase.
– Hola Henry- saludé cuando, por fin, me animé a hablar.
Henry no despegaba su mirada de la mesa mientras terminaba de comerse la mandarina.
– ¿Henry?- insistí nuevamente.
– ¿Qué quieres? ¿No ves que estoy ocupado? Espera un momento, por favor- respondió de manera cortante.
Y aquí venía la angustia. ¿Cómo era posible eso? Pensé que quizá era un momento puntual, y que para nada era un ser despreciable como acababa de parecer. Cuando terminó de comerse la mandarina, se limpió las manos con la servilleta que descansaba a su lado y se levantó desganado. Se estiró perezosamente y, después de bostezar, se dignó a dirigirme la mirada.
– A ver, criatura. ¿Cómo te llamas?- preguntó suavemente.
– Diana- respondí tímidamente.
– Ven aquí, Diana- dijo mientras abría sus brazos en señal de acercamiento.
Emocionada, corrí a sus brazos y rompí a llorar superada por las circunstancias. Tenía una mezcla de amor y de odio que por dentro estaba matándome. Cuando por fin Henry deshizo el abrazo, ligeramente molesto ya, me sequé las lágrimas y esperé pacientemente al siguiente movimiento.
– ¿Quieres que te firme la camiseta?- preguntó como si de un monólogo aburrido se tratase.
Asentí todavía conmocionada por las circunstancias. Sentía cómo el rotulador se deslizaba poco a poco por mi espalda, dibujando un bonito garabato. Cuando terminó, yo me sentí capaz de nuevo de hablar, por lo que volví a acercarme.
– Henry, quería decirte cuánto significas para mí. Eres…- comencé a decir maravillada por poder explicarme por fin.
– Ya, ya. No me interesa. ¡Siguiente!- gritó dando por finalizada la interacción de una manera cortante.
Tratando de quitarme el sabor amargo que se me había quedado, me acerqué a él abriendo mis brazos, en un intento de abrazarle, quizá, por última vez. Henry ni siquiera me miró, por lo que comprendí que a él le daba igual abrazarme o no. Con la dignidad por los suelos, y sintiéndome tremendamente pequeña en aquella sala, salí con el corazón hecho pedazos.
Abatida por las circunstancias, cuando llegué a casa me tumbé en la cama. Comencé a llorar, de rabia, de impotencia, de dolor, de decepción, de desilusión. ¿Cómo era posible amar a ese tipo de persona? ¿Cómo era que había pasado eso? Y lo que más me preocupaba… ¿iba a poder volver a mirarle con los mismos ojos después de este día?
Y así fue como comprendí que la perfección de la que todo el mundo habla, no existe. Nadie es perfecto, puesto que todos tenemos algo que nos hace ser imperfectos. Ni siquiera una obra de arte, por perfecta que parezca, puede llegar a ser perfecta. O quizá sí lo seguía siendo, y solo era cuestión de aprender a mirar con una mirada sincera, y no dejarse llevar tanto por el corazón.
Acerca del autor
Escrito por: Alpana Zurdo Perezagua (@Directi97)
Me gusta escribir relatos breves producto de mi imaginación, pero siempre a través de un sentimiento; puesto que creo que uno de los objetivos de todo escritor, debe ser saber transmitir un sentimiento.
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