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Preparaba café en aquella pequeña cocina desvencijada. El invierno desplegaba sus alas y a esa hora ya comenzaba a anochecer. La ciudad, que casi no había cambiado desde los noventa, se sumía en esa mezcla de polución y oscuridad tan característica de las urbes industriales.
La soledad, aquella soledad del que está en tierra extraña —aun pasados los años— era lo de menos. Recuerdos angustiosos, terribles, acudían a su mente todos los días. Desde su militancia en el MIR hasta su detención y secuestro por parte de la DINA. Entre medias, el horror de escuchar por la radio el cobarde bombardeo a la Moneda, el último discurso del presidente Allende; no saber que estaba ocurriendo con exactitud. Todos aquellos flashbacks regresaban, día a día, y con tanta nitidez, que parecían haber sucedido ayer.
El resto de los recuerdos eran más nebulosos, como una pesadilla que se debate entre la realidad y la ensoñación. Esos meses encerrada en un cuartucho oscuro y húmedo. Las palizas, las violaciones, los simulacros de ejecución. Su conciencia luchaba desde hacía cuarenta años por borrar todo rastro de aquellas torturas infames, de aquellas huellas de la violencia ejercida contra militantes de izquierdas o contra los que, simplemente, se reafirmaron como constitucionalistas. Lo que le sucedió al general Prats fue el mejor ejemplo del cariz que tomó la represión emanada de ese fatídico 11 de septiembre de 1973.
Adela no paró de moverse mientras esperaba a que la cafetera estuviese lista. Se revolvió, inquieta, en el reducido espacio de su cocina, como si sus achaques y sus más de setenta años no significaran nada. Esos mismos recuerdos regresaban todos los días, pero aquella tarde, en concreto, fluyeron con mayor intensidad. Incluso se postergaron más, alargándose en el tiempo, rememorándole el dolor de su hijo robado, nacido en cautiverio, y el periplo desde que fue liberada hasta su llegada a la República Democrática Alemana. Y allí, en ese pequeño y anticuado apartamento de las afueras de Dresde, llevaba viviendo desde entonces. Amargada en esa soledad del que se sabe foráneo, atormentada por su pasado, por el hecho irrefutable de que había sufrido dos violencias. Una, por pensar diferente y querer un futuro mejor; y otra, está mucho más sangrante, por el mero hecho de ser mujer.
Adela nunca se había arrepentido de su militancia en el MIR. El Movimiento de Izquierda Revolucionaria cesó su lucha armada cuando Allende accedió a la presidencia. Ella siempre había estado en contra de la violencia y era una firme defensora de la acción pacífica, de conseguir la justicia social por vías democráticas. El hecho de haber sido torturada, ultrajada y humillada no cambió sus principios. Ni siquiera sus lacerantes huellas psicológicas, que hacían de su vida poco menos que un infierno, habían provocado que modificase sus creencias.
El viento soplaba con fuerza, con intensidad, provocando un silbido aullante y perturbador al atravesar el único ventanuco que daba a la calle. Abajo, entre la penumbra, languidecía la memoria de una ciudad como aquella, bombardeada hasta los cimientos en la Segunda Guerra Mundial y que había sufrido una brutal crisis económica y social tras la caída de la RDA.
Adela apartó la añeja cortinilla y contempló aquel cielo crepuscular, mezcla de rojizo y gris. Suspiró pensando en su hijo, en aquel hijo arrebatado de sus brazos por aquellos matones de la DINA. No se perdonaba el hecho de que nunca intentó buscarlo, pero siempre fue consciente de que aquella era una misión harto difícil. Mucho más para una mujer pobre, sin familia y sin apoyos. Una refugiada, perdida en el olvido, oculta en un país a miles de kilómetros de su Valparaíso natal.
Una lágrima comenzó a surcar su arrugada y envejecida mejilla. Todo era más o menos soportable menos el vago recuerdo de su bebé; un recuerdo que, aquella tarde, parecía latir con fuerza desde lo más profundo de su corazón.
Se secó los ojos con la manga de su camisón y se dispuso a verter un poco de café en la taza que yacía sobre la encimera. Apenas dio el primer sorbo cuando el sonido del timbre la sobresaltó.
—Scheiße! —maldijo, en voz alta—. «Quién demonios será a estas horas».
Llegó al descansillo caminando despacio, entre su crónico dolor lumbar y la perturbación de una visita que no esperaba. Apenas tenía amigos y sus antiguos compañeros de exilio estaban muertos, eran demasiado ancianos o habían vuelto a Chile. Abrió la puerta con dificultad, dejando que el ruido de las bisagras inundara el apartamento.
No había nadie allí, en el pasillo exterior de la planta. Echó un vistazo, a ambos lados, bajo la parpadeante y amarillenta luz del fluorescente. Imaginó que habría sido algún crio con ganas de molestar. O quizá un fantasma producto de su imaginación, como los que la asaltaban todas las noches vestidos con los muy prusianos uniformes del Ejército chileno.
Fue al bajar la vista cuando lo vio. Aquel sobre estaba sobre el felpudo de bienvenida, con su nombre escrito en el dorso. «Para Adela Bachet», rezaba con exactitud.
Echó el cerrojo y regresó a la cocina. Abrió aquel misterioso sobre tras sentarse en la mesita donde solía cenar. Dentro había una carta manuscrita que comenzó a leer con una ferviente curiosidad.
«Para Adela.
No sé cómo presentarme. Quizá debería haberlo hecho en persona, pero espero que comprendas que me es tan difícil como doloroso. Me llamo Daniel Cubillo y Gasset y soy chileno. Mi padre era militar, ya fallecido, capitán de navío de la Armada. No es mi intención contarle mi vida, más allá de que, gracias a la posición de mi familia, me doctoré en periodismo en la Universidad Católica. Desde entonces, trabajo para diversos medios de comunicación. Sería muy largo explicarle todo lo que he averiguado sobre los desaparecidos y los niños robados, pero a eso me he dedicado los últimos años. He consultado cientos de documentos, entrevistado a miles de testigos y llamado a todas las puertas que he podido. A todas menos a las de mi propia familia. Ni mi padre ni mi madre me contaron nunca la verdad. Ahora que ya no están, he decidido sacar a la luz lo que he llegado a saber sobre mí.
Sí, Adela. Tú eres mi madre.
Mi verdadera madre.
Solo espero que me sepas perdonar por no haberte buscado antes, y que me des la oportunidad de conocerte, de demostrar al mundo que no se puede romper lo que yace en lo más profundo de los corazones libres.
De tu hijo que te quiere,
Daniel.»
Dejó caer el papel sobre la mesa y se llevó las manos a cara. Sollozó y lloró cuanto pudo.
Adela supo, por fin, que todo había tenido sentido. Su dignidad, su verdadero cometido, había consistido en sobrevivir. En perdurar. Estaba convencida de que la carta que tenía delante era real: aquella tarde sus recuerdos iban más allá de la nostalgia; eran premonitorios, profundos, clarividentes.
Toda la violencia institucional contra las mujeres represaliadas, todo aquel ataque contra lo que significaba la libertad y la integridad. Todo aquel olvido, todo aquel dolor.
Todo aquello desapareció por un único y definitivo motivo. La dignidad de las víctimas consistía en prevalecer; en demostrar que la razón, tarde o temprano, estaría con quienes luchaban por un mundo más justo, más igualitario y más humano.
Ellos tenían la fuerza, las armas, la falta de escrúpulos para arrebatar a las mujeres hasta lo más precioso de su ser; es decir, hasta su propia condición.
Pero Adela, como tantas otras como ella, supo resistir.
Y vencer.
Acerca del autor
Escrito por: Juanma Andrés (@jmandresdiaz76)
Juanma Andrés (Madrid, 1976) es licenciado en Historia y archivero. Ganador de varios concursos literarios, entre ellos el II Concurso de relatos Espacio Ulises, autopublicó su primera novela (Aktion T5, 2015) en la plataforma digital de Amazon. También ha participado en tres antologías de relatos publicadas por la editorial Playa de Ákaba.
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