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Mi tía Elvira idealizada en mi lejano y tan cercano pasado infantil vuelve a mi memoria presente reducida a la condición de ser mezquino, encantador e hipócrita, que pese a haber leído muchos libros de meditación, incontables guías espirituales no se le ocurrió regalar a mi madre otra cosa, en su sesenta aniversario, que un libro titulado “Sobre el buen morir”; aquella era la época de la guerra fría entre ambas, anterior al apocalíptico final de su vínculo familiar, etapa tan cierta como negada por ambas. Esa mala imagen apareció en mi pensamiento después de que se desvaneciera el recuerdo de sus exhibiciones de afecto conmigo, pues yo estaba tan necesitada de ellas como perro que alejan a pedradas, pero siempre regresa buscando amo con la cabeza gacha; mi tía era buena catequista para sus no allegados y una persona muy carente de beatitud, entendido este término en el sentido de felicidad divina desinteresada.
Recuerdo sus trasportes de júbilo por haber estado sentada a la diestra del arzobispo de Sevilla, persona-nos decía tan solo a mi madre y a mi, porque mi hermano, además de ateo nunca la escuchaba-no solo muy humana sino de humildad excepcional, y también guarda mi memoria como, sin embargo, en casa ante mi admiración y ante la, por una vez, digna indiferencia de mi madre, de tez tersa y colérica blancura, a la que no le sobraba nada, dejaba abierto bien a la vista de todos su neceser sobrecargado con cremas para mí deslumbrantes: hidratante de día de Christian Dior, hidratante de noche de Yves Saint – Laurent, pasando por alto las cremas emolientes crepusculares, albares y un largo “et caetera” según el horario solar. Sin incluir en el inventario los frascos de perfume de artístico diseño que solo podría gastar si asperjaba con ellos las calles del pueblo que la vio nacer ¿Por qué viajaba, desde Sevilla al pequeño pueblo de su familia, aquella que fuera mi referente bueno, a falta de otro, con semejante equipaje? Y ¿Para qué? Entonces ni me lo preguntaba. Todo un misterio, si no me fueran hoy tan evidentes por un millar de razones los deseos de mi tía de provocar envidia o aceptación, términos que al final se confunden en la extraña sociedad de las cosas. No me preocupa que se me pueda tachar de maliciosa al juzgarla, he conocido muchos jueces y nadie tiene derecho de privarme a mí, por una vez, ejercer de tal. Ella era un arquetipo de virtudes que, a pesar de mi extremada delgadez, en un encuentro vacacional que comenzó muy distinto a otros, en los que me había llamado incluso “cariño mío” y rodeado con efusivos abrazos, me dio por saludo un tironazo a la cintura ajustada de la falda y exclamó, con grosera mueca de desprecio en su rostro, mirando a su hija voluminosa y fofa: “fijate, tu prima Mercedes no es tan delgada ni tan blanca como dices”. Nimiedad que me humilló profundamente, en un grado mayor de lo que sanamente cabría esperar, parangonable sólo al dolor que atribuía en mi pensamiento al sanguinario númida Yugurta cuando fue públicamente ofendido por uno de sus primos. Mi madre permaneció callada, aunque yo la miré implorante para que acudiera en mi auxilio, y su silencio vino a aumentar mi dolor si cabe aún más. Bueno, en honor a la verdad, he de reconocer que sus palabras no lograron acomplejarme tanto como para alzarme en armas contra ella, habida cuenta del sobrepeso indeseado de su hija y otras consideraciones dignas de omisión, pero si deseé que me tragasen los abismos de la tierra, porque hasta entonces mi mayor error fue quererlas con un amor profundo y sin palabras.
Por último, en lo que respecta a la tonalidad de la piel, rescoldo de dolor que no se ha extinguido ni bajo lluviosos años y cuya memoria me causa una aflicción no inferior a la de Eneas recordando la destrucción de Troya, aunque le sea acreedora de agravios objetivamente mucho peores, me consuelo pensando que con los avances técnicos no me sería difícil alcanzar una nívea despigmentación de la piel, si así me pluguiere y que pesó decisoriamente en mi agravio que yo siempre hubiera deseado ser de cabello rubio.
De que mi tía sin ser zafia rompiese la baraja y no guardase las apariencias conmigo también he culpado íntimamente a mi madre bajo la creencia, no sometida a ningún principio de verificación, de que lo privado siempre asoma a lo público y que los insultos de mi madre y su incesante volverme la espalda enseñaron a los demás y a mí misma que estaba permitido maltratarme.
Transcurrieron los años y dejaron de hablarse, después de haber dejado de quererse si alguna vez se quisieron. Por fortuna yo no estuve presente el día en que sus espíritus compitieron en lucha libre durante tres días. Sin tomar partido solo me consta que lo único que le dolió a mi tía fue que terceros tuvieran noticia del odio mutuo que se profesaban ambas, mientras que a mi madre le importaba bien poco el mundo que las conocía. Las páginas siguientes de su relación fueron escritas por el silencio. Al final la muerte de mi madre vino antes que la de mi tía. Para ser franca no sé si a estas horas permanece aún viva y me parece pecaminoso solicitar que le recen las misas gregorianas sin tener certeza de su defunción.
Mi madre agonizante no quería que su hermana la viese morir, pero yo asustada al verme tan sola la llamé pidiendo que viniera a mi lado. Me aseguró, después de que yo no contestase a su pregunta de lo que debía hacer, que su hija le compraría un billete para el vuelo más próximo. Dos minutos después, recibí la llamada de mi prima que me preguntaba en tono conminatorio si la muerte de mi madre se resolvería en un proceso rápido o lento. Sus palabras llegaron sin vida a mi corazón sepultado. Le expliqué que la medicina no era una ley matemática y que los médicos me habían sugerido que avisara a la familia. Ante su insistencia para que yo le garantizase el minuto y el segundo de la llegada anunciada de la Muerte, me despedí diciendo que la batería del móvil se apagaba.
Mi madre y su hermana no llegaron a verse. Mi tía llegó por fin al tanatorio a las nueve; de aquella noche solo recuerdo su indignación por un asunto tributario que la tenía bastante preocupada y también sus lágrimas al amanecer, después del oficio religioso en memoria de mi madre. Lágrimas muy dignas de estimación porque el público era reducido. También César lloró sobre la cabeza de Pompeyo. Fui la primera en atravesar la puerta del cementerio de regreso a mi casa vacía, dejando atrás los presentes. Sunt lacrimae rerum.
Acerca del autor
Escrito por: María Ángeles Cervilla Gualda
Ya lo he expuesto en otras ocasiones
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