Y ahí estaba el cielo de Madrid, gélido y distante, borroso tras la bruma que desde el Manzanares ascendía, absorbiendo el aliento de aquel malnacido. Yacía ya el infame en el suelo, sobre un charco de oscuros fluidos, con dos cuartas de acero atravesándole de lado a lado.
Ni rastro de la gallardía mostraba por aquel pisaverde esa misma mañana en la Fuente de los Caños del Peral, con su chapeo de ala ancha, tocado con un par de exóticas plumas, calado de medio lado, su jubón con brocados en plata, su capote de estilo italiano sobre los hombros y su incipiente barbita recién rasurada.
Un callejón, próximo al Arco de Cuchilleros, lejos de miradas de alguaciles y corchetes, eligió el desgraciado para iniciar su tránsito con Caronte, a donde quiera que éste le llevase.
Se había batido con buena raza, hasta que mi toledana le mostró su filo.
Esa misma mañana, con gran bellaquería y para regocijo de la chusma que le acompañaba, metió de patitas en la fuente, basquiña al viento, a una humilde lavandera que allí hacía sus labores, salpicando mis botas para gran infortunio suyo.
«Con la iglesia hemos dado, Sancho». No quedaba sino batirse. Su altanería quedó en entredicho en el mismo momento en que su mirada encontró la mía, viendo que le había salido el tiro por el mocho del arcabuz.
Sus ojos reflejaron la duda cuando le exigí una reposición para con la joven. Pero la manada lo alentaba.
«Vive Dios, que me importaba un ardite la vida de aquel hidalgo, que en cuestiones de honra, en la época que nos había tocado vivir, hasta el último villano debía defenderla con su vida si fuese menester y una hoja de acero igualaba al hombre humilde con el más alto monarca».
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