Y ahí estaba el cielo de Madrid, sin una nube. No echaba de menos los cielos grises. Dejó la bolsa con el pan y el chorizo sobre el banco.
Mientras, la gente se apresuraba sobre el cruce de Santa Engracia y José Abascal sin reparar en ella. Nadie se sentaría a su lado, nadie le hablaría, seguramente nadie la miraría. Mejor.
Lo bueno de la primavera era comer en la calle. Tenía una hora antes de su clase.
– Este es mi sitio
Acababa de cerrar el bocata, tras colocar una tras otra todas las rodajas. Aquel hombre vivía en la calle.
– Aquí hay sitio para los dos – señaló con la cabeza el otro lado del banco
El hombre sostuvo su mirada unos instantes. Asintió.
– ¿Tienes 50 céntimos?
– ¿Tú crees que si tuviese 50 céntimos para darte estaría aquí comiendo esto?
Seguía allí delante, mirándola, en silencio, con la mano abierta extendida, sin mudar la expresión. Se quitó la mochila de la espalda, corrió la cremallera que la cerraba, se sentó en el otro lado del banco y sacó una lata de tomate frito.
– ¿Quieres?
Le tendía la lata con la mano. Ella tragó. Aún no había dado el primer mordisco.
– Gracias – el aire entraba espeso en sus pulmones – no tengo para darte 50 céntimos, pero tampoco me falta para comer. ¿Quieres tú? – le mostró el bocadillo
Cogió la mitad del bocadillo que ella le tendía y, tras guardar la lata de tomate, empezó a comer. Ella lo siguió unos segundos después.
La gente se apresuraba sobre el cruce de Santa Engracia y José Abascal sin reparar en ellos. Nadie se iba a sentar a su lado, nadie iba a hablarles, seguramente nadie les miraría.
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