Y ahí estaba el cielo de Madrid, al final del periscopio poligonal con espejos en el charco a los pies de la parada de autobús, el escaparate de la tienda de motos y la fachada acristalada del edificio a mis espaldas. En alguna ocasión había llegado a sumar cinco tramos, pero cuatro es un buen registro para la luz gris de este martes tras la lluvia, en que el aire se va cargando de tropezones en cada rebote, marcos de ventanas, faros, manillares, pegatinas y finalmente el asfalto del fondo del charco en la composición en dos dimensiones que llega a mis pupilas. He de reconocer que cuando comencé con esta distracción el objetivo último era la mera suma sin control, pero ahora valoro más el reto de ver el cielo sin alzar la mirada, leer las horas o rótulos invertidos varias veces y conseguir una armonía equilibrada en la composición final.
Solo el cielo y yo en los extremos, el resto del mundo es un paso intermedio o no existe en este juego que nos une cada día, aplanando volúmenes, seguro de que nadie más está haciendo lo mismo. La gente se distrae con otras cosas, oyendo música o escribiendo en el móvil. Ahora mismo veo a alguien que parece estar haciéndose un selfi… En su pantalla debe encuadrarse el cristal de la marquesina del autobús, reflejando el charco, el escaparate, la fachada y el cielo de Madrid. Es entonces cuando reacciono y me doy cuenta de que he perdido una dimensión y no puedo quitarme de la cara la pegatina de Kawasaki.
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