Y ahí estaba el cielo de Madrid… ese cielo de invierno, de un color azul profundo; sin la más mínima traza de nube, inundado de sol, sin final. Y deseó ser parte de él, recorrerlo libremente. Sentir el frescor del aire, lo tibio de los rayos del sol. Y deseó subir alto, y llegar lejos, todo lo lejos que le apeteciera. Y envidió a los pájaros, al humo que asciende libre, a las semillas que flotan en la brisa mientras comienzan viaje. Envidió incluso a los aviones que el mismo ayudaba a construir, ya que, aún siendo unas maquinas inanimadas, se las concedía la gracia de surcar aquel cielo. Se sumergió tanto en él, que por un momento se sintió como el náufrago de una isla minúscula, rodeada por un infinito océano en calma, condenado y bendecido a permanecer allí sin que nadie se acercara nunca. Dejó de prestar atención a los sonidos que llegaban a sus oídos, pasó por alto el olor a productos químicos que todavía impregnaba su olfato; ni siquiera percibió como su piel se enfriaba al contacto con el aire invernal. Estaba flotando en la inmensidad etérea que se extendía sobre su cabeza. Un silbido agudo y creciente a sus espaldas rompió el hilo de sus pensamientos. Unos segundos después una sombra se deslizó rauda por el suelo y ante su vista apareció un Beluga a punto de tomar tierra, como si el cetáceo del que tomaba el nombre viniera a hacerle compañía a su isla. Respiró hondo y apuró los últimos rayos de sol antes de volver a cruzar por las gigantescas puertas de acceso a la nave. El descanso había terminado.
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