El pintor Javier Revuelta daba una charla a los alumnos de bellas artes en la sala de conferencias de la universidad. El reloj le indicó que le quedaban unos quince minutos para terminar, como acostumbraba, acomodó las posaderas sobre el escritorio.
—Muchachos, decirme quiénes son a vuestro entender los pintores más relevantes del siglo anterior.
Chicas y chicos mencionaron sus preferencias: Pablo Picasso, Vasili Kandinski, Jackson Pollock, Claude Monet, Joan Miró, Salvador Dalí, Jean Renoir… Y así una larga lista con la que Javier estaba de acuerdo, hasta que la voz firme de una joven nombró a Georgia O´keeffe. Javier frunció el ceño, sintió la necesidad de puntualizar.
—Sin duda alguna, la obra de esta mujer fue notabilísima, pero en ningún caso como los anteriormente citados.
La chica no se arrugó y replicó al artista.
—¿Quizás porque no era hombre?
—El arte está por encima del género de las personas, señorita.
Al pronunciar estas palabras, Javier notó un leve mareo. En las butacas, la respuesta provocó que a la chica se le marcaran unas líneas horizontales en la frente. Atrevida, le lanzó otra pregunta.
—¿Y qué opina de Lena Krasner, por ejemplo?
—Su obra es extraordinaria, pero de un nivel menor al trabajo de los pintores indicados por sus compañeros.
Javier se frotó las sienes, unas ligeras punzadas se le habían incrustado en la cabeza y su piel había palidecido. Dio por finalizada la conferencia antes de hora, ya que sospechaba que los alumnos formarían un corro a su alrededor para pedirle autógrafos y conocer más acerca de su trabajo, lo que le llevaría un buen rato. Y, en efecto, esto fue lo que ocurrió. En pocos segundos los alumnos fueron aproximándose, emitiendo un bullicio abrumador. Muchos le tendían sus libros para que los firmase, otros le alababan, pero, no bien Javier hubo comenzado a dar las gracias, una voz procedente de la grada destacó por encima de las demás.
—Señor Revuelta, ¿por qué cree que en el arte de la pintura impera el machismo?
Un silencio repentino se hizo en la sala, todos se volvieron hacia la chica que había mencionado a las pintoras, pues la osada pregunta también provenía de ella. Javier la miró con expectación, cuestionándose si pretendía meterle en un aprieto. Por si acaso, fue cauto en su respuesta.
—Lamentablemente, señorita, es un reflejo de la sociedad injusta que hemos construido…
Según terminaba la frase, la vista se le nubló y tuvo que apoyarse en el escritorio, un jarrón cargado de flores se tambaleó, como una peonza que está a punto de detener sus giros.
—Disculpe, ¿me puede decir cuántas mujeres y hombres estudian en su academia?
Tan pronto como la chica se expresó, un sonido de cristales rotos intervino en el diálogo. Las flores se habían caído al suelo y estaban cubiertas de pedacitos de cristal. Tras el sobresalto, muchos de sus compañeros miraron a la joven con extrañeza. Javier se enjugó los ojos con los pulgares, más por la inesperada consulta que por no saber qué responder. Luego, pensativo, esquivó el jarrón destrozado y se movió con lentitud hacia el otro extremo del escritorio.
Durante el breve paseo evocó el momento en el que Marisa, su esposa, tuvo que renunciar a su carrera de pintora: al dar a luz a los gemelos. Javier ni siquiera contempló la proposición de Marisa de criarlos conjuntamente para que ninguno truncase su vocación. Además, una vez que los gemelos, niña y niño, habían crecido lo suficiente, procuró educarlos a la manera patriarcal, o lo que es lo mismo, otorgando preferencia al varón sobre la hembra, no como a iguales. Con todo, no se consideraba machista, es más, en su opinión nunca había perjudicado a ninguna mujer de forma intencionada, y menos por el hecho de ser mujer.
—En mi academia las mujeres triplican a los hombres, señorita.
—Como en la mayoría, por el contrario, pocas personas fuera del ámbito de la pintura saben nombrar a una sola pintora, mientras que todo el mundo conoce a algún pintor, aunque sea de oídas. ¿Cómo se puede explicar?
—Si estuviera en mi mano que la desigualdad entre hombres y mujeres pudiese corregirse, lo haría, créame, señori…
Javier se interrumpió de sopetón y se echó la mano a la frente, al instante, se desplomó ante los alumnos.
Al abrir los ojos se encontró con una estela borrosa que envolvía unas siluetas. —Señor Revuelta, me escucha —dijo una voz femenina.
La vista de Javier fue aclarándose poco a poco, hasta que vio los rostros de dos mujeres que vestían batas, parecían examinarle. Alrededor de la cama en la que estaba tumbado, dos enfermeras con uniformes verdes atendían las órdenes de las doctoras.
—¿Dónde estoy? —preguntó Javier.
—Ha hablado, ¿cómo es posible? —dijo una de las doctoras.
—Pronuncia y vocaliza con corrección, como si no hubiese pasado los últimos diez años en coma —respondió la otra.
Le hacían al paciente todo tipo de pruebas cuando su esposa Marisa apareció en el umbral. A su espalda esperaban dos jóvenes, chico y chica. Javier se sorprendió por ver a los gemelos tan mayores. La familia se abrazó, se besó y lloró. Como, al parecer, estaba capacitado para hacer vida normal, las doctoras le dieron de alta, pues estaba tan activo como una década atrás, antes de desvanecerse en la conferencia.
En el coche, mientras la familia mantenía una animada conversación, Javier se dijo que al llegar a casa le reprocharía a Marisa que fuese su hija la que conducía y no su hijo. Luego se dedicó a observar la ciudad, descubriendo que algo había cambiado. Comenzó a reparar en las diferencias al fijarse en un enorme cartel en el que se anunciaba un importante partido de fútbol. En la gigantesca publicidad estaban plasmadas las imágenes de dos veinteañeras ataviadas con las camisetas de los clubes que disputaban el encuentro. Las futbolistas eran promocionadas como las estrellas de los equipos. Pensó que en los últimos diez años el deporte femenino habría alcanzado el primer plano de la sociedad, sonrió con la mitad de la boca y negó varias veces. Para su desdicha, no sólo fue esto lo que le causó asombro, al circular con lentitud junto a un aparatoso accidente, los ocupantes eran sacados del amasijo de hierros por una compañía de bomberas compuesta, como es evidente, únicamente por mujeres.
—Pobre gente, no sé qué es mayor desgracia, que te accidentes o que dependas de la habilidad de unas bomberas para sobrevivir.
Este comentario de Javier provocó que los gemelos y Marisa se mirasen entre ellos con desconcierto.
—¿A qué vienen esas miradas? —les reprendió.
Al rato, advirtió otra situación inhabitual, al menos para él, lo que colmó su mal humor. En torno a los edificios bancarios y empresariales pululaban montones de mujeres que portaban maletines y vestían con trajes de ejecutiva.
—¡Pero esto qué es!, que me devuelvan al coma, por favor.
Pasó el resto del día tranquilo, descansando para un evento que se celebraría por la noche en una galería de arte y al que estaba invitada Marisa.
A su llegada a la galería, viejos amigos le estrecharon entre los brazos, le ofrecieron muestras de felicidad y brindaron por su recuperación. Al poco, abandonó las charlas y, confuso, paseó solo por los pasillos. Había perdido el hilo de lo que hablaban sus interlocutores al no comprender a qué se referían. Había pasado diez años en estado vegetativo, apenas era consciente del día en el que vivía, aun así, se irritó ante comentarios absurdos como que esta chef o la otra eran mucho más portentosas que el mejor jefe de cocina varón, o también que las féminas como atletas eran insuperables. En este sentido, había quien se quejaba de que el deporte masculino estuviese marginado. Continuando con las lamentaciones, un caballero aseguró que había que educar a las niñas en la escuela para que crecieran respetando a los niños. Respecto a la escritura, hubo una señora que dijo que a ella le gustaría que hubiese más autores hombres, puesto que si se lo proponían, podían ser tan exquisitos como una mujer. Estos eran algunos ejemplos de lo que Javier había tenido que escuchar, creándole una impotencia por la que se había ausentado para no armar un escándalo.
Trató de serenarse y contempló los cuadros que exhibían, pero con cada obra se desorientaba aún más; ¡la mayoría de los autores eran autoras! Por si fuera poco, muchos de los lienzos estaban firmados por una tal Marisa Méndez, casualmente, el nombre de su esposa. Lo que también le llamó la atención fueron los cuadros que representaban figuras humanas, la mayoría consistía en hombres a los que habían pintado desnudos o con escasa vestimenta. Si bien nunca le habían desagradado las pinturas de desnudos, siempre que fueran de mujeres, que se hubiese puesto de moda plasmar a hombres con todo al aire le repugnó. Por un momento la cólera hirvió en él al percatarse que vivía en un mundo hecho por y para las mujeres.
Según estudiaba los trazos y la composición de una pintura, Marisa se presentó a su espalda para cogerle de la mano y tirar de él.
—Javier, cariño, ven, corre, que viene la presidenta.
—¿La presidenta de qué?
—Del gobierno, amor, ¿de qué va a ser?
—Alto, ¿qué es lo que pasa?, el mundo está al revés.
—¡Ay, Javier!, tú todavía no estás bien.
—¿Qué no estoy bien? Y esa Marisa Méndez quién es. He leído que es el referente mundial en la pintura.
—Claro, cariño, pero antes de tu desvanecimiento ya se me consideraba de esa manera.
El rostro de Javier se contorsionó en una mueca de asombro.
—Pero si eso que dices es así, ¿en qué trabajaba yo antes?
—Eras amo de casa, te dedicabas en cuerpo y alma a los niños, al hogar y a mí.
—Pero ¿por qué?
—Lo decidimos así para que yo pudiera desarrollar mi carrera. Los hombres en la pintura tenéis que trabajar el doble o el triple para que se os reconozca, bueno, como en todos los aspectos de la sociedad.
—Pero eso no tiene ninguna lógica.
Finalmente, Javier cedió y acompañó a Marisa. Por el trayecto hasta la sala principal, reflexionó acerca de la información que acababa de recibir. Según las palabras de su esposa, no se trataba de que en esos diez años la mujer hubiese alcanzado mayor estatus, sino que siempre había mantenido un rol en la sociedad por encima del hombre, o lo que era lo mismo, el caso inverso a lo que él había vivido durante toda su vida: la mujer ocupaba el lugar del hombre y el hombre el de la mujer. ¿Acaso el coma había trastocado su mente hasta hacerle creer que antes de desmayarse formaba parte de un mundo de hombres? Se dijo que ésa era la única posibilidad que se podría dar, porque de lo contrario, querría decir que todos se habrían vuelto locos. De todas formas, fuera cual fuere la realidad, consideró injusto que el varón estuviese subordinado a la fémina, ¿pues no eran mujer y hombre igual de valiosos? La impotencia regresó como un latente dolor de muelas.
La presidenta del gobierno saludó a unos y a otros hasta detenerse junto a Marisa y Javier. El amo de casa alzó tanto los párpados que sus ojos parecieron faros de coche; la presidenta era la chica que le había realizado las preguntas antes de desvanecerse en la conferencia. Esta circunstancia le trastornó, creyó que todo pertenecía a una broma macabra. Le afectó de tal modo, que corrió de un lado para otro agitando los brazos, al punto, la galería se sumió en la negrura.
Lo primero que distinguió en cuanto su vista pudo, aparte de un techo gris que contenía un par de círculos luminosos, fue a un individuo envuelto en una bata blanca que le miraba desde el pie de la cama sin exteriorizar ningún sentimiento. Este sujeto le informó que se había desmayado debido a una bajada de tensión cuando ofrecía una conferencia y que le habían trasladado al hospital. Javier resopló, pues se dio cuenta que los diez años de coma no habían existido.
Una enfermera le colocó una serie de electrodos en el pecho, a la par, el doctor comenzó a hacerle preguntas que le repetía dos y hasta tres veces. Javier estaba inmerso en sus pensamientos y apenas hacía caso a las pruebas que le practicaban. La especie de pesadilla que se había reproducido en su mente mientras había permanecido sin conocimiento, le repiqueteaba en la cabeza como si escondiera un mensaje revelador. La enfermera le introdujo un catéter intravenoso en un brazo, ante esta maniobra el pintor tampoco demostró demasiada atención. Recordaba que en la representación onírica había juzgado injusto que el hombre estuviese obligado a someterse a la mujer, pero también había calificado a ambos sexos como a iguales. Ahora que había despertado y había comprobado que todo seguía como siempre, con el hombre dominando cada aspecto de la sociedad, advirtió que esto tampoco era razonable. Lo que le acabó de convencer fue la evocación de la impotencia padecida por vivir en un mundo de mujeres, esto causó que se metiera en la piel de éstas, comprendiendo la equivocada actitud que había mantenido toda su vida.
El doctor concluyó las diferentes pruebas, le anunció que se encontraba pleno de salud y que le daba de alta, Javier, absorto, no le escuchó. Según el doctor cruzaba el umbral, el pintor se frotó la frente y sacudió la cabeza sobre la almohada negando y hasta sudando, como si hubiese algo que le atormentaba. Todavía le latían las sienes como si tuviera aguijones clavados, además, su piel estaba lívida, como antes de desmayarse. Al poco, entró Marisa con precipitación. Evidentemente, se preocupó por el estado de su esposo, éste, como era costumbre en él, no la dejó hablar.
—Marisa, Marisa, estoy bien, pero tengo que decirte una cosa…
Marisa se echó la mano a la boca, esperando una noticia más grave aún que la del propio desmayo.
—Verás —continuó Javier—, estoy arrepentido por cómo me he comportado durante nuestro matrimonio, por no haber sido justo contigo y con nuestra hija, perdóname. Te ayudaré a retomar la carrera de pintora que te exigí que abandonases.
Marisa deslizó la mano hasta el esternón, sus ojos lanzaron vivos reflejos. Estuvieron largo rato conversando. Marisa le perdonó, pero no sin antes reclamar unas condiciones, por ejemplo, la de educar a su hija y a su hijo como a iguales. Javier no puso objeciones, incluso añadió que se harían cargo ambos de las necesidades de los gemelos, de las labores del hogar y de todas las cuestiones concernientes al matrimonio. Los pinchazos de las sienes se atenuaron.
Aun así, Javier no estaba del todo satisfecho con los resultados inmediatos de esta nueva forma de ser y de pensar, sentía que tenía un asunto pendiente. Asunto que tuvo la oportunidad de solucionar cuando la chica que le había bombardeado a preguntas en la conferencia, apareció en la puerta.
—Hola, señor Revuelta, hemos venido unos cuantos alumnos, pero sólo le permiten la entrada a uno —explicó la joven adentrándose—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, todo parece en orden, de hecho, estoy mejor que nunca, gracias por preocuparse, y dele las gracias también a sus compañeros. Me disculpo con usted, ahora que lo he vivido en primera persona, comprendo lo que se siente cuando se es minusvalorada por ser mujer.
—¿Cómo dice?
Tanto la chica como Marisa se sorprendieron por tan extrañas palabras. La tez pálida del pintor comenzó a tomar tintes rosados.
—Disculpe, quiero decir que sus comentarios en la conferencia me han abierto los ojos. Como sociedad y también individualmente deberíamos valorar del mismo modo tanto a la mujer como al hombre.
—Estoy de acuerdo, tanto el esfuerzo de una como el del otro son igual de valiosos.
El dolor de cabeza se había esfumado, por lo que Javier se incorporó sobre la cama.
—He decido que voy a organizar muestras con las obras de las alumnas de la academia y con las de las pintoras que lo deseen, y después promocionarlas al mismo nivel que las de los hombres.
Si la chica se ilusionó con semejante noticia, la reacción de Marisa no fue para menos, por un instante se convirtió en un ser de insuperable asombro.
—No sabe lo que me alegro, señor Revuelta —anunció la joven.
Javier saltó de la cama de un impulso, cogió la ropa del armario y se ocultó detrás del biombo, desde allí expuso su reciente parecer.
—Si cada persona fuese honesta consigo misma, la igualdad entre la mujer y el hombre sería una realidad, ya que la desigualdad es producto de la irracionalidad.
La chica se mostró conforme con esta opinión, se despidió del matrimonio y se marchó. Tan pronto como Javier acabó de vestirse, se dirigió hacia Marisa con pasó enérgico. Se notó más ágil y fuerte que nunca, como si sus nuevos ideales le hubiesen revitalizado, como una flor que la noche marchita y los rayos de sol del amanecer robustecen. Una vez estuvo a la altura de su esposa, le ofreció el brazo y salieron de la habitación con ellos entrelazados.
Escrito por: Aitor Martín Andrés
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