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“Nadie del grupo necesitó más de cinco eslabones de la cadena
para llegar a relacionarse con una persona”.
‘Cadenas’ (1929), Frigyes Karinthy
El carterista
El recorrido en el Toledo Avant era su preferido para cometer tropelías. Se podía pasar horas yendo de un lado a otro de las estaciones en ambas direcciones, en busca de incautos pasajeros, sobre todo turistas, que se encontraban con la desagradable sorpresa de verse desprovistos de su dinero o pertenencias. Los móviles, las cámaras de fotos y, muy especialmente, las carteras eran sus botines más preciados. Y aunque poco le importaba qué pudiera pasar con ellas o si regresaban o no a su propietario, procuraba deshacerse de las carteras en lugares donde pudieran ser encontradas. También él tenía su corazoncito, se justificaba, aunque fuera oscuro como el color de los sueños de los que no tenían nada que perder, como él.
Y es que él no tenía culpa de haber nacido donde nació ni haber tenido el padre que tuvo. La mala suerte o el karma, ¿quién sabía?, le había impuesto un pasado que se empeñaba inútilmente en olvidar. Al fin y al cabo, aquel hombre del que heredó su enrevesado código genético de engaño y delincuencia, fue el que le enseñó las virtudes del oficio. Así que algo sí le debía, sí, además del odio que rezumaba por cada uno de sus poros cuando recordaba las palizas que le propinaba al llegar borracho a casa. Se acarició la cicatriz de la mejilla. Lo hacía siempre que pensaba en su padre. Era la huella muda de su último puñetazo. Después aprendió a devolver los golpes.
Se había sentado al lado de la chica poco después de la salida del tren desde Atocha en dirección Toledo. La pareció muy atractiva con aquella melena larga y una apetecible piel morena; un bello ejemplar de hembra que parecía dispuesta a aprovechar el trayecto de media hora hasta la llegada a destino para dormitar un poco. La observaba de soslayo, esperando el momento adecuado de poder actuar. Cuando por fin la chica claudicó al sueño, metió la mano en el bolso y extrajo el preciado botín. Con el monedero a buen recaudo, se fue en busca del aseo más cercano. Averiado. Aquello le obligaría a utilizar el baño de la estación para comprobar, en la intimidad de sus paredes, a cuánto ascendía la cantidad de euros birlada.
Faltaban apenas un minuto para llegar a la sede de la antigua corte castellana y ya estaba preparado para descender nada más frenara el tren. De pronto, la mujer se situó a su lado. Sus ojos se cruzaron fugazmente. Cuando se abrieron las puertas, ella fue la primera en descender. Vestida con una sobria camisa rosa, una ajustada falda negra hasta las rodillas y altos tacones a juego, la joven pasó altiva y arrogante a su lado. Un punzada de desprecio revolvió sus entrañas en lo más profundo. Anda, pija orgullosa, si supieras quién te ha hecho la faena hoy, masculló mientras una sonrisa maliciosa asomaba lentamente a sus labios. Sonreía, como solo lo saben hacer los que guardan para sí un incontable secreto.
El comisario
Miró el reloj. Otro día que el estridente sonido del móvil le despertaba bruscamente. Comenzaban a ser frecuentes esos despertares y no le agradaban nada. Claro que tampoco era de extrañar. Las noches se sucedían idénticas, una tras otra. Las dos, la tres y las cuatro de la madrugada lo atrapaban en la cama con los ojos abiertos como platos. Demasiadas horas despierto, demasiadas noches sin descansar bien, demasiado tiempo para pensar. Todo un cóctel explosivo en el que las dudas sobre si se había equivocado al solicitar el cambio de destino, era el tema recurrente. Una ciudad más pequeña, alejada de los peligros de la gran urbe para ver crecer tranquilos a nuestro hijo, le había suplicado su esposa.
Por descontado que aspiraba a vivir los años necesarios para ver crecer a su único descendiente. Y, desde luego, entre sus planes no estaba eso de morir en acto de servicio. Pero reconocía que, a veces, en la soledad de la noche, su mente no paraba de dar vueltas y más vueltas impidiéndole concebir el sueño. Ni siquiera el abrazo al cuerpo de su mujer ni la relajación después del breve encuentro sexual marital, lograban aportarle un poco de paz mental.
Y lo cierto es que no estaba del todo mal allí. Toledo era una ciudad tranquila, en la que los delitos más graves se resumían en los cientos de tediosos informes sobre pequeños hurtos de los que eran protagonistas, muy a pesar de ellos y de las instituciones locales, los miles de los turistas que visitaban diariamente la ciudad.
Por eso se sorprendió cuando le comunicaron el motivo de la llamada. Una mujer había aparecido muerta en las termas romanas. No, en principio, no hay indicios de nada. Parece un accidente. Sí, están avisados el juez y el forense. No, no lleva documentación. Parece una turista, jefe.
Vaya, hombre, en tres años que llevamos aquí, y va y es una turista la primera muerta con la que te encuentras, esto no es bueno para la ciudad, le dijo su esposa mientras preparaba el café. La miró con atención. Como siempre, tenía razón. Aquello no era bueno para la ciudad. El petulante del alcalde no tardaría en exigirle información al respecto. Y estaba más que harto de tener que darle cuentas a los políticos de turno. Debía resolver el caso de forma rápida y limpia antes de que el sensacionalismo llegara a las portadas de los periódicos locales y sus jefes se pusieran nerviosos.
Se contempló en el espejo del baño. Las primeras canas comenzaban a clarear su oscura mata de pelo, cada vez más rala y escasa. Ciertamente, se consideraba un funcionario correcto y eficiente, de esos que creen que la justicia está para defender al débil. Pero, desde luego, no era un idealista. La calle le había enseñado que no existían blancos y negros sino una amplia amalgama de tonos grises que todo lo emborronaban y ensuciaban. Y desde luego, tampoco se alegraba de la muerte de nadie. Sin embargo, no pudo evitar sentir cómo la adrenalina invadía como un rayo su estómago. ¡Por fin, un poco de actividad en aquel aburrido lugar!
La gerente
No terminaban de gustarle los insulsos tapices de la pared. Eran rancios hasta la indecible y no reflejaban lo que tenían que reflejar en el despacho de una mujer de gustos tan modernos como ella, aunque reconocía que recreaban cierta atmósfera artística, casi literaria, y eso no le desagradaba del todo. Además, aquel despacho era la primera parada obligada para cualquiera que visitara oficialmente el Museo de El Greco. Estratégicamente situado en el extremo derecho de la amplia casona inaugurada hacía más de un siglo por el marqués de la Vega-Inclán, en el solar anexo donde, según las crónicas de la época, había estado la carbonizada vivienda que habitó Doménikos Theotokópoulos, era paso inevitable para propios y ajenos, lo que le permitía ejercer desde allí una posición de absoluto control sobre todo lo que se cocía en el centro.
Uno de sus entretenimientos preferidos era dar a conocer a sus visitantes todo tipo de datos anecdóticos sobre el museo, demostrando el exhaustivo conocimiento que atesoraba sobre la historia de la institución. Y no era para menos. Había invertido muchos años de esfuerzo y de trabajo, de extenuantes labores de becaria, de realización de arduas investigaciones, de elaboración de amplias reseñas para revistas especializadas y hasta de llevar algún café que otro, para llegar hasta donde había llegado. Atrás habían quedado las amargas jornadas de tragarse la rabia y la humillación de comprobar cómo el patronato del mundo, aquella panda de supuestos defensores del legado del pintor griego, se empeñaban en colocar, año tras año, a un imberbe licenciado al frente de la institución por el solo hecho de tener su sexo colgando. Así que cuando, por fin, llegó su momento, se mostró totalmente digna y entregada, y, casi de inmediato, puso en marcha un elaborado proyecto para demostrar al mundo entero lo que una mujer, profesional y altamente cualificada como ella, era capaz de realizar para llevar a aquel museo de provincias al lugar donde le correspondía dentro del panorama museístico nacional e internacional.
Entre sus planes más próximos, estaba crear el primer equipo especializado de investigación sobre las obras del pintor. Ya había dado los primeros pasos para contar con los mejores especialistas del país, diseñando un plantel de profesionales que sería la avanzadilla en cuanto a innovación pictórica e investigación. Su deseo de éxito no nublaba su percepción de la realidad y, aunque no lo exteriorizara ante los demás, sabía que se trataba de un proyecto excesivamente ambicioso dado el escaso o nulo interés por la pintura entre los estamentos políticos del entorno que eran, al final, los que disponían del dinero necesario para darle cobertura financiera al proyecto. Un mal endémico de este país, se lamentaba cada vez que recibía un portazo en la cara. Pero eso no iba a impedir que continuara en su empeño. De hecho, ya contaba con dos de los tres profesionales que conformarían su nuevo equipo. Solo le quedaba incorporar a la tercera pata, una licenciada en Historia del Arte, profesora de la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, una mujer que le ayudaría a avanzar en su objetivo.
Pero llegaba tarde. Eran las 12,10 horas y no había acudido a la cita. Se demoraba casi dos horas. Y eso no le gustaba nada. No se puede confiar en una persona que no cumple con la mínima regla de puntualidad. No se podía confiar. No.
La limpiadora
Estaba fatigada. Otro miércoles más de aburrido trabajo en la estación de ferrocarril. Aquella rutina la asfixiaba. Día tras día, igual. Levantarse a las siete de la mañana, desayunar un triste y frío café con leche en la soledad de la cocina, vestirse sin ganas ni aliento, comprobar que los chicos continuaban plácidamente en sus camas durmiendo y salir caminando hacia la estación. Diez minutos de paseo matutino, lloviera, hiciera viento o un calor sofocante.
Ese día había tenido suerte. Al menos, no había llovido, a pesar de la tormenta del veranillo de san Juan que había anunciado el telediario la noche anterior. Así que cuando llegó a su lugar de trabajo, estaba relativamente de buen humor y dispuesta a afrontar con entereza las siete horas de dura jornada que le esperaban. Y no se podía quejar. Lo cierto era que adoraba trabajar en aquel edificio. Sus escasos estudios no le impedían reconocer la belleza de sus arcos de media punta de estilo neomudéjar y de sus fascinantes almenas escalonadas.
A veces, se permitía soñar con ser una pasajera más que atravesaba apresuradamente el edificio buscando la salida, dispuesta a pasar toda el día dejándose llevar por las maravillas de la histórica ciudad castellana. Pero entonces, miraba sus cuarteadas manos y la realidad le abofeteaba violentamente. Tocaba limpiar el hall, los pasillos, la zona de compra-venta de billetes, los exteriores del edificio y, lo que era peor, los baños. No entendía cómo aquellos baños siempre estaban tan sucios. Por más que los limpiara, con cada llegada del tren, se volvían a llenar de residuos en las papeleras, de orines empozados en las vasijas, de pelos en los lavamanos. Pero lo más terrible era cuando los baños se convertían en el cubículo improvisado de fugaces encuentros amorosos. En aquellas ocasiones, no podía evitar acordarse de su madre y se lamentaba, una y otra vez, por no haber seguido su consejo de finalizar el bachillerato. Quizá ahora fuera algo más que una simple limpiadora de una estación de tren. Después llegaron los amores con el chico más guapo de la calle El Ángel y a los diecisiete, su primer embarazo. Con el segundo, su guapo marido la dejó tiraba con dos niños pequeños a su cargo y muchos baños de estación por limpiar.
Aquel miércoles era como un miércoles cualquiera. Nada extraordinario había pasado. Y probablemente, nada iba a pasar más allá de contemplar a los pasajeros que cada hora invadían el andén procedentes de Madrid. Le gustaba contemplar a todas aquellas personas que se bajaban del tren dispuestas a recorrer la ciudad palmo a palmo. Sujetos que revoloteaban estúpidamente por la estación de ida y vuelta. Miles de rostros que pronto aprendió a olvidar. Fantasmas desdibujados en su memoria que no lograban impactar en sus retinas de ningún modo. Personas de las que solo le interesaba el uso que hicieran de sus aseos, los mismos que dejaban llenos de porquerías sin respeto alguno ni a los demás ni mucho menos a las personas que los limpiaba.
Fue, precisamente, tras la llegada del cuarto tren de la mañana, cuando descubrió la cartera en la papelera del servicio de hombres. Otra vez un incauto se quedó sin pasta, razonó mientras la cogía. Por el estilo debía pertenecer a una mujer. Carlota Molina de Alcántara. 12 de marzo de 1985. Nacida en Sevilla. Pobrecita, le han dejado sin un duro. Deberían poner carteles en los vagones advirtiendo de la presencia de carteristas. Pero ese no era su problema. Bastante tenía ella con sobrevivir cada gélido invierno y cada caluroso verano en aquellos andenes. En fin, para consigna y que la guarden, a ver si la reclama. Y si no, para comisaría.
No sería la primera vez. Aquel día iría a dejar carteras en consigna otras dos veces. Los de las manos largas estaban haciendo su agosto en pleno mes de junio.
La indocumentada
9,00 horas. Aún quedaba una hora y media para la cita con la nueva gerente del museo. Estaba entusiasmada con la oferta laboral que se le había presentado en el momento más oportuno. Trabajar en el museo de El Greco, el pintor sobre el que había versado su proyecto de fin de carrera, suponía una oportunidad única en la vida. Si todo iba bien, podría formar parte, durante los siguientes dos años, de un equipo profesional que le permitiría conocer, en mayor profundidad si cabía, la obra del cretense. Además, la oferta incluía una buena remuneración salarial, algo muy poco frecuente en el ámbito de la investigación del momento. Ya se sabe, con la crisis, lo primero que se hace es recortar en cultura, le argumentaron cuando le comunicaron la suspensión del contrato como profesora en la Escuela de Bellas Artes. Claro, la cultura no es importante, por supuesto que no, contestó irónica. Así que aquella oportunidad era algo más que una puerta que se abría, era una tabla de salvación por la que estaba dispuesta a poner todo de su parte, incluso llevar los cafés a la gerente, si era necesario.
No miró para atrás. Tampoco había dejado nada importante tras ella, si exceptuaba a un desairado novio con el que rompió nada más conocer la fecha de la entrevista con la gerente del museo. No volveré a Sevilla por un largo tiempo. Era la excusa perfecta para darle carpetazo a aquella relación de la que apenas se salvaba algo digno que atesorar en su memoria. Así que, mejor ahora que después, le soltó a la cara a su ex novio sintiendo, desde ese mismo instante, el inconmensurable alivio que envuelve al alma cuando, al fin, se acaba con una relación que no ha logrado ni siquiera acariciarla.
Y cogió el tren del que ahora descendía con la única misión de encontrar un lugar donde desayunar. Buscó en la calle Comercio un café donde llevarse algo a la boca. A pesar de la hora temprana, la céntrica vía que daba a la Catedral estaba repleta de turistas que entraban y salían en mareas de las tiendas. Y eso que es miércoles, pensó, imagino cómo serán los fin de semanas y, no te digo nada, en agosto.
Después, si contaba con el tiempo necesario, podría visitar alguno de los monumentos de la ciudad en la que esperaba residir durante los próximos años. Con un poco de suerte, el resto de mi vida, elucubró dejándose llevar, mientras masticaba un bocadillo, por su alborotada mente llena de proyectos. Y, ciertamente, la imagen no le desagradaba en absoluto. Más bien al contrario. La idea de quedarse a vivir en Toledo, de caminar por sus calles empedradas, de refrescarse entre las paredes de sus sinagogas, de perderse recorriendo a pie las veredas junto al río Tajo, le apetecía sobremanera. Tanto que estaba dispuesta a envejecer y morir allí si hacía falta.
Aún contaba con algo más de un hora para comportarse como otra turista cualquiera así que siguió caminando en dirección al museo, cuando, a mitad del camino, se encontró con la señalética de las termas romanas. Los romanos, ¡cuánto les debemos!, reflexionó mientras bajaba las escaleras que conducían al reducto arqueológico. Una opacidad húmeda la recibió. Entre tinieblas, pudo ver a una pareja que charlaba con el joven de la oficina de información.
Comenzó a recorrer en solitario los vestigios arqueológicos. Admiró las columnas que sostenían los antiguos baños termales. Se dejó llevar por la belleza de aquellas obras de ingeniería que habían logrado aguantar las embestidas de los siglos y de la civilización. Atravesó varios puentes metálicos y justo entonces, en el último de ellos, el tacón de uno de sus zapatos quedó atrapado en una de las rejillas de la plataforma haciendo que se desestabilizara y cayera hacia adelante, tropezando con la barandilla y elevándose sobre ella. Su cuerpo cayó con un golpe seco en el oscuro fondo de un antiguo aljibe. Dos escasos metros de distancia separaban el arenoso suelo de la metálica pasarela. La profundidad no era mucha pero su cabeza fue a dar directamente sobre una de las piedras del viejo muro romano. Se llevó la mano a la cabeza. Una espesa y roja sangre impregnaba la palma de su mano. Al final, va a ser verdad que voy a morir aquí, fue lo último que pasó por su mente antes de sumirse en la parca oscuridad.
No, señor comisario, no la había visto en mi vida. Mire, lleva una bolsa de viaje. Quizá sea una turista, respondió el chico de la oficina de información. Pues alguien la debe conocer, todos estamos conectados, todos somos eslabones de muchas cadenas, ¿sabe?, afirmó el policía mientras cubría el cuerpo de la mujer con una sábana.
Averiguaremos de quién se trata, señor alcalde, no lo dude, prometió con una mueca de hastío antes de dar por finalizada la décima llamada recibida desde alcaldía en las últimas dos horas.
Eran las 13,30 horas de un miércoles cualquiera. Y por las calles de la antigua ciudad toledana, miles de turistas se afanaban en buscar el rincón perfecto para inmortalizar la felicidad en una foto.
Acerca del autor
Escrito por: Josefa Molina Rodríguez (@JosefaMolinaR)
Josefa Molina Rodríguez (1969) Doble Mención honorifica por dos textos en el I Certamen de Relatos Cortos organizado por el colectivo Tagoror, edición 2015. Finalista I Certamen de Relato Corto Pluma de Cigüeña, convocado por Piediciones, 2016. Poemario ‘Inflexiones’ (Playa de Ákaba, 2017). Autora en una diversas de antologías de prosa y poesía editadas por Playa de Ákaba. Las antologías ‘Perdone que no me calle’ y ‘Mujeres 88 poetas canarias’ cuentan también con relatos suyos. Miembro fundador de la Asociación de Escritores y Escritoras ‘Palabra y Verso’ (palabrayverso.com). Produce y dirige el programa de radio ‘De la Palabra al Verso’. Conductora de la charla literaria ‘El Ultílogo’. Cuenta con un blog personal: josefamolinaautora.com.
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