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Hay días en los que despierto con ganas de amar, y el corazón se me derrite en el pecho como una dulzona nectarina recién cogida del árbol. Hay días en los que el amor me avasalla el alma, y salgo a la calle con los ojitos del que va desamparado, esclavo de mis pensamientos ilusorios. Yo, que soy hombre, soy iluso con personalidad, y mi idiosincrasia moldea la realidad con argucia. Solo el amor puede hacer enloquecer a un hombre como lo hace la guerra; la metralla del corazón, las manos sudorosas por el estado de alarma, el carmín rojo de la muerte, … el desamor es la paranoia del veterano, sus taras son espinas clavadas en el pecho, como unos besos que ya no están. Hay días que despierto con ganas de amar, y mirarse al espejo es hacerse sombra. El antropoide que vive en mí quiere salir, pero no se lo permito. Le camuflo entre el perfume y el aliento pesado del tabaco, y todo parece más austero entre espejismos. No obstante, el antropoide es terco, sus intenciones de asomarse nunca son en vano, y la perseverancia aburre a la paciencia. El antropoide no es ni tú ni yo, el antropoide es lo que nos sobrevive, y por consiguiente, siempre mandará por encima del raciocinio. Cuando escapa —siempre sin previo aviso—, del pecho me crecen unas raíces podridas y me siento desamparado en un mundo de colosos de acero. Al final del día uno deja de quererse con cualquiera y el amor te lo escondes en el bolsillo trasero del pantalón, como un pañuelo usado.
Los días en los que que despierto con ganas de amar son días de nubes oscuras, la gente de la calle me mira como sabiendo lo que me deparará la mañana y el metro tarda en llegar más que de costumbre. Si me cruzo con tu mirada se me clavan mil alfileres en la garganta, y mi alma poética me llora hasta inundarme los pulmones. Me derrito con el perfume que se te escapa y veo en tus pupilas las ganas de que te amen de verdad.
Existen, sin embargo, otros días en los que el amor se presenta ante ti como un cachorro hambriento tras varios días perdido en la calle, esos días el brasero calienta bajo las faldas, y ves en los ojos de tu abuela, camuflados tras los pesados cristales de las gafas, el brillo de la ilusión desbordada. “Andamos bien, hijito, ya ves, aguantando”. Aguantando. Y la mirada se te cae, melancólica, en los viejos retratos que vigilan el cuarto desde hace ya décadas. La vida se debate cada noche en la farola que alumbra a media voz, colapsando la penumbra. Yo recorro las calles del pueblo que duerme en silencio, cobijado en mi chaqueta como un conejo en su madriguera, bajo el calor del estima. Los días en los que el amor se vuelve rebelde son días de furia en el corazón, de gentío en las arterias como una plaza a rebosar. Yo procuro que la rebeldía calcine mis retinas; que se debata en la lejana sierra teñida de bruma y en las canas de mi madre, en la gota fría que azota, en los encarnados mofletes de mi hermano… El rebelde sin causa es pirómano de ideales. En las ocasiones donde el amor quema en las manos, el pirómano hace de amar un arte pícaro, y se entretiene con las llamas jugando cual crío. Yo siempre quise avivar las brasas de la chimenea con un soplido que arranque desde el corazón y desprender el hollín de las paredes del miocardio con el acompasado rebufo de una risotada.
Acerca del autor
Escrito por: Mario Romero-Caballero Cerdeño (@Mariormero_)
Mario Romero-Caballero Cerdeño (19), Toledo. Escribo de vez en cuando.
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