Tiempo estimado de lectura: 16 min.
La presencia de arte es siempre sinónimo de vida. Se pueden distinguir innumerables talentos y formas de arte, tantas como vidas existen en el mundo. Sin embargo, dentro de la descomunal variedad que reluce en los brillos y las sombras de sus artífices, el aspecto más íntimo y esencial en relación a las obras de arte, estriba en observar y conocer la profundidad de la vida de la cual florece la creación a partir de su talento.
Algo que la mayoría de artistas de cualquier disciplina comparten, es la necesidad y decisión de crear en soledad. El aislamiento se erige como un principio fundamental del proceso de producción, donde el agradable silencio comulga con los emergentes pensamientos del artista que plasma en su papel, lienzo o piedra, su expresión más personal. Una vida completa, llena de experiencias, siempre será más proclive a transmitir mediante arte la solemnidad de los pensamientos, de la vida, el dolor, la alegría y la muerte.
Uno de estos anónimos y entregados artistas, desarrollaba su voluntad a través de finas pinceladas y gruesas capas de pintura que se entrelazaban en el fondo de un receptivo lienzo, siempre dispuesto a recoger cualquier gota de arte que se desprendía del extremo del instrumento. Rondaba los cincuenta y cinco años de edad, lucía una distinguida y morena tez, pronunciadas orejas, amplia nariz y una intensa mirada azulada de claridad insuperable. Acompañado de fieles y estimados pinceles, llevaba más de la mitad de su vida trabajando con sus arrugadas y firmes manos en la misma calle de la ciudad.
Se trataba de una calle cercana a la Lonja de la Seda de València. Céntrica, mas no tan concurrida y con el trasiego que despiertan otras calles más comerciales de una ciudad considerablemente poblada como lo es la capital del Túria. Estaba ubicada en un lugar especial, casi mágico, donde el empedrado de la calle desprendía historia por cada ranura, los muros hablaban sobre lo que habían visto y el aire se respiraba a sí mismo con un aura de misterio. En cambio, la escasa afluencia de turistas por esta calle hacía preguntarse a los vecinos y asiduos de la vía el por qué de este emplazamiento para pintar, pues es sabido que genera menos recursos económicos para el artista. Sin embargo, tantos años pintando sueños y alimentando el lienzo de emociones no podrían estar equivocados.
En la soledad de una mañana de diciembre, desplegó todos sus medios como cualquier otro día de su vida. Abrió el taburete, estirando las ya endebles patas hasta que besaron suavemente el suelo. Tras él, el caballete aguardaba su turno, salpicado por manchas de diferentes colores que parecían sentir en la desgastada madera que formaban parte del distinguido y venerado trabajo. Les seguían desordenados pinceles y brochas en un tarro de cristal, también angustiado por los años y frágil en apariencia. Hambrientos lienzos, pinturas, agua y, extendiéndose a sus pies sobre una sábana ocre, diferentes pinturas expuestas para que los transeúntes las observaran y compraran si, el motivo pintado por el experimentado artista, les convenciera.
La gran mayoría de sus obras estaban caracterizadas por emblemáticos y bellos paisajes. Palacios vieneses del siglo XVIII, famosas calles de Londres, detallados templos romanos y griegos y apoteósicas construcciones egipcias en el desierto, además de bravos galeones haciendo frente a las aguas atlánticas. Se podría considerar que en las pinturas yacía una condición histórica. Pero también, otorgaba cabida a otro tipo de espacios. Elegantes y tenues cafés parisinos, imperdibles vistas de ciudades como Toledo y València, amén de cualquier lugar en la naturaleza donde la armoniosa paz descansaba en el lecho de cualquier río junto a la más apacible de las sensaciones. En cada uno de sus trabajos, escribía primero un año con carboncillo para, al finalizar el cuadro, repasarlo con su pincel. Se trataba presumiblemente de la fecha en la que el cuadro estaba inspirado, sumergiéndose así en una pretérita actualidad.
Era temprano, por lo que no había mucha agitación en tal calle, ni en ninguna de las contiguas. Descolgó de su cansado hombro una mochila, portadora de unos lienzos que soñaban contener y abrazar los sueños de un misterioso hombre que trazaba su propia realidad. Tomó con sutileza uno de ellos y lo colocó suavemente en el caballete. Mientras silbaba ligeramente, fue preparando los colores y disponiendo los pinceles a su alcance, tal como repetía a diario. Una vez tuvo todo a punto para iniciar el trabajo, se apresuró a coger el carboncillo para, bastamente, dibujar a grandes rasgos la escena que impulsara su espíritu.
“1927” se podía leer en esta ocasión en la esquina inferior derecha. Escribió prestamente la fecha, cómo si ya hubiera sido una decisión premeditada o, tal vez, una intuición. Tras ello, comenzó la andadura por la rugosa textura del tejido.
Una vez ya hubo finalizado el boceto a carboncillo, el pincel comenzó a rodar deslizándose con suavidad en un sosegado baile. La estampa que se apreciaba regalaba a la vista la imagen de una bonita calle, empedrada por el suelo y colmada de brillante luz en el cielo. Los edificios eran de aspecto antiguo, con pulidos ladrillos y vistosos tejados, acompañados por la presencia de pequeños balcones con barandillas negras de los que, por algunos, asomaban tímidas flores. Al fondo de la misma calle se apreciaba una pintoresca plaza donde, de una fuente circular, manaba un agua que parecía jugar con el viento mientras salpicaba de borbotones de alegría a los pájaros que buscaban refrescarse bajo un contundente sol.
Los colores se entrelazaban en la paleta del veterano pintor, que cargaba su pincel una y otra vez de gotas de ilusión, empapando el cuadro con gran destreza, iluminando el lienzo como si, de pronto, su mano derecha se hubiera decidido a crear una resplandeciente obra. Sólo distraía la mirada del cuadro para, abstraído, saludar levemente con un sutil ademán inclinando la cabeza a algún viandante conocido que caminara cerca de él y de su inspiración.
El sol de la tarde dio paso a la penumbra del anochecer, y ésta, a la rigurosa oscuridad de la noche. Finalizó el trabajo con su afanado rostro a escasos centímetros del lienzo, tratando de ver entre la creciente lobreguez. Únicamente al dar por concluida la tarea se percató de que la noche había hecho acto de presencia, trayendo consigo un fresco viento bajo la luz cálida que le brindaban las escasas farolas que vigilaban desde la acera.
-Sevilla…-dijo en voz baja mientras repasaba con el pincel la fecha.
Estaba fatigado. Tras una laboriosa jornada donde su manchada mano de pintura solo se liberaba de la brocha para sofocar la sed dando un trago de agua. Se sentía digno de un respiro. Recogió parcialmente los bártulos que le habían acompañado durante todo el día, limpió las cerdas escurriéndolas con agua e hizo lo propio con la paleta. Sin embargo, no descuidó la mirada en ningún instante del cuadro, hipnotizado por una especie de obsesivo hechizo del que no podía escapar. Finalmente, sentado de nuevo sobre el taburete, cerró los ojos para descansar por unos breves segundos sin dejar de visualizar en su mente la recién creada obra.
Al encender de nuevo su mirada, comprobó que algo a su alrededor era diferente. Sin torcer el gesto, se levantó de un pequeño banco en el que estaba sentado y comprobó dónde se hallaba volteando con sosiego la cabeza hacia ambos lados. A pesar de la negrura de la densa noche, reconoció de inmediato el lugar. Con serio semblante y tranquilidad, distinguió la misma calle que había estado pintando durante el día. Caminó pausadamente por la vía observando, de un modo perfeccionista, si el cuadro que había nacido de sus manos era veraz y se ajustaba a la realidad que contemplaba sigilosamente. Satisfecho en gran medida, avanzó con una ligera sonrisa en sus finos labios hacia la plaza que presidía la ilustre fuente.
Meció el agua con sus manos. Apoyado en ella y arropado por la tranquilidad de la noche, tan solo interrumpió el momento la mirada intensa de un gato que atravesó presto la explanada. Se limpió la cara para, después, secarse las manos en las perneras de sus marrones pantalones oxidados por el tiempo. Escuchó unas leves voces que procedían de una taberna situada al otro extremo de la plaza y, al verla, decidió que sería una buena idea acercarse a tomar un trago.
Empujó la pesada puerta de madera bañada en cristales que permitían ver el interior del local. Allí, entre densas columnas de humo y algunas voces escandalosas, tomó asiento en la barra tras pedir una cerveza. Contemplaba a su alrededor mientras daba pequeños sorbos al vaso de cristal, en un establecimiento donde la totalidad del mobiliario era de madera. Estaba decorado con numerosos cuadros, algunos con paisajes de la región mientras que, en otros, se retrataban escenas de toreo entre singulares colores rojo y gualda. Habían, además, carteles que anunciaban pasadas y próximas corridas de toros. A su lado un hombre achaparrado y barrigudo, con una boina en lo alto de su cabeza, leía un ejemplar del Liberal de Sevilla con la fecha del 15 de diciembre de 1927. Tras leerlo, se congratuló a sí mismo mediante una perspicaz sonrisa, de tal forma que brindó consigo mismo sorbiendo de nuevo la cerveza.
Entretanto que continuaba observando el local, vio al fondo un bello lienzo en el que destacaba una ribera de un río y el propio Guadalquivir. Junto al mismo, reconoció en una mesa a cuatro jóvenes. Le costó algo de trabajo, pues tenía en su mente la imagen de ellos con una edad más avanzada. Decidido a aproximarse para saludar, les alcanzó entre pasos cargados de titubeos. Carraspeó antes de pronunciar palabra alguna y se expresó un tanto rígido en su compostura.
-Buenas noches caballeros, disculpen la molestia –dijo con nervios- Supone un honor para mí poder saludarles y felicitarles por su trabajo, soy un notable admirador.
—¿De veras nos conoce? —preguntó perplejo uno de ellos.
—Sí —respondió— ustedes son, si no me equivoco, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Luis Cernuda y Federico García Lorca.
—Cierto es, entonces —respondió otro— ¿puedo preguntarle el por qué?
—Verá, —comentó nervioso apretándose las manos— soy fiel seguidor de sus poesías. De las de todos ustedes en realidad.
La juventud de los autores les unía a un reconocimiento exiguo por su trabajo, todavía no habían alcanzado un punto de inflexión en sus carreras, de tal modo que lucían sorpresa por su nuevo seguidor. Sintieron un poco de aprensión, que se fue mitigando conforme les invadía la curiosidad.
—Entonces siéntese y comparta tertulia con nosotros —sugirió Cernuda— ¿Cómo se llama?
—Joaquín Giner —respondió apresuradamente mientras tomaba asiento en una silla de madera un tanto coja.
—Un placer conocerle. Bien, sigamos con el coloquio —dijo Alberti—. Tratábamos el tema de la vida y el destino. Las nuestras propias y las de los demás.
—En relación a ello —interrumpió Diego—, creo que la vida se debe a uno mismo y la objetividad. A la hora de la verdad, que es la de buscarse a sí mismo en lo objetivo, uno olvida todo y se dispone a no ser más fiel que a su propia sinceridad.
—Yo apuesto por la libertad —dijo Alberti—. Para la vida, lo más esencial es tener libertad, puesto que en caso contrario no se gozaría de la misma. Y es algo común no disponer de ella, dado que la libertad no la tienen aquellos que no tienen su sed.
—Cierto —intervino Cernuda tras dar un trago a su cerveza y golpear ligeramente la mesa con el vaso—. Pero para mí, la vida va ligada también al destino. El destino del hombre es incierto y poco halagüeño en infinidad de ocasiones. Yo creo, y pienso que estarán de acuerdo conmigo, en que por todas partes el hombre mismo es el estorbo para su destino como ser humano. Y tras ello, la vida se acabará.
—Veraz pero pesimista —dijo García Lorca con media sonrisa—. En mi opinión, la vida es poesía. En esta mesa, en esta taberna, en toda la ciudad, la vida es poesía. Y a ella no le sirve cualquiera, la poesía no quiere adeptos, quiere amantes.
—Sí, pero desgraciadamente seguimos obstaculizando nuestro camino como hombres, por más que amemos las letras y los versos más sagaces y coloridos —objetó Cernuda—.
—Amigos —prosiguió García Lorca—, desechad tristezas y melancolías. La vida es amable, tiene pocos días y tan sólo ahora la hemos de gozar.
—¿Usted qué opina? —preguntó Alberti a Joaquín.
—¿Yo? —contestó nervioso— yo… yo creo que la vida es un constante devenir del tiempo, donde cada persona se desarrolla en función de las representaciones que se forme del mundo y…
—¡Así que estabais aquí! —interrumpió toscamente un hombre ataviado de manera impecable— ya pensaba que no querríais verme más —bromeó—.
—Nada más lejos de la realidad buen amigo —contestó Diego alegremente—.
Comenzaron a hablar entre todos ellos bajo la atenta mirada de Joaquín, que si bien conocía quién era el nuevo hombre en escena, no lo evidenció ante los escritores.
—Disculpen, no les he presentado —expresó Alberti con lamento refiriéndose al recién llegado— Ignacio, este señor es Joaquín Giner, un amigo nuestro—dijo regalándole una cómplice sonrisa—.
Ambos se saludaron con cortesía. Se trataba de Ignacio Sánchez Mejías, torero de profesión y gran amante de las letras. Continuó hablando con ellos entre agasajos, con especial esmero y atención para que todos estuvieran cómodos durante su estancia en la capital hispalense. A los pocos minutos, Joaquín decidió dar por concluida su presencia en la mesa permitiendo que los cinco amigos compartieran entre ellos su tiempo.
—Gracias por la charla y la compañía, pero debo marchar. Ya es tarde—dijo feliz—.
Se despidió de todos ellos entre afables sonrisas, pero antes de partir, García Lorca se dirigió a él.
—Mañana día dieciséis y pasado día diecisiete se organizarán unas veladas por cortesía del Ateneo de Sevilla y gracias a la inestimable iniciativa de nuestro buen amigo Ignacio. Se realizan con motivo de conmemoración del trescientos aniversario de la muerte de Góngora. Acudiremos nosotros, y por supuesto, más escritores y poetas. Queda formalmente invitado.
—¡Pero no acuda al Ateneo! —intervino Ignacio— vaya a la Real Sociedad Económica de Amigos del País, aquí al lado, junto a la Iglesia del Santo Ángel. Resulta que el Ateneo no está disponible porque al parecer está ocupado con los juguetes recibidos para la Cabalgata de los Reyes Magos y diversos donativos —matizó— ¿Asistirá?
—Por supuesto, será un honor —contestó exultante— Hasta mañana entonces.
Se marchó de allí con firme compostura, la cabeza erguida y feliz, como si hubiera logrado un propósito preestablecido. La noche era todavía más oscura y el silencio se agolpaba por cada rincón en las calles.
La espera hasta el día siguiente fue efímera. Tras pernoctar en un modesto hospedaje no lejos de la plaza, ocupó el día en dar largos paseos por la ciudad, pero esta vez, bajo la brillante atmósfera formada por la luz que arrojaban los rayos del sol. Caminó fascinado por todo el centro de la ciudad, contempló La Giralda, la Catedral y la Torre del Oro. También tuvo tiempo de cruzar el canal y sentarse, entretanto que veía el sol caer, en un banco de la calle Betis con un ejemplar del romance «La Fábula de Píramo y Tisbe», de Góngora, entre sus manos.
Restaba tan solo una hora para dar inicio a la velada literaria. Joaquín caminó hasta la Real Sociedad Económica de Amigos del País con cierta tranquilidad. Conforme avanzaron los minutos, comenzaron a llegar personas del mundo de la cultura y otros asistentes. Se saludó con Alberti antes de entrar al salón y charlaron brevemente sobre el encuentro. Una vez dentro, el espacio estaba presidido por una gran mesa, acompañada a ambos lados por detrás de ella sendas esculturas de mármol y un gran cuadro de marco dorado entre las mismas.
La velada transcurrió de un modo fugaz para los ojos y los oídos de un hombre que amaba el arte. Reconoció a más personalidades presentes en el acto, Dámaso Alonso, Juan Chabás, Mauricio Bacarisse, Jorge Guillén y José Bergamín también se sumaron a los nuevos amigos de Joaquín. Únicamente echó en falta la presencia de Pedro Salinas, Vicente Aleixandre y Miguel Hernández. La afluencia en la sala no fue ni mucho menos espectacular, ante la indignación del veterano pintor conocedor de que esa noche se convertiría en histórica con el transcurso de los años. Tras las presentaciones, se guardaba homenaje a Luis de Góngora entonando deliciosos poemas que elevaban al oyente a un placentero estado de paz repleto de culteranismo. Más tarde, los autores comenzaron a recitar poemas de su puño y letra, dignos de los mejores poetas. Así, mostrarían al mundo la calidad de sus plumas en un evento que les catapultaría, años después, a la primera línea de la poesía mundial.
Especial instante fue para Joaquín cuando Federico García Lorca, recitó parte de un poema que él reconoció de inmediato. Se trataban de unos versos dulces que, poco tiempo después, incluiría en el magnífico «Romancero Gitano». La muerte, el cielo, la noche y la luna a la que le escribía era lo que más sentía que les podía unir. Al fin y al cabo, era el mismo cuerpo celeste al que miraba con sus sentimientos e inspiración en las noches valencianas.
Al finalizar todos los poetas su intervención, se alinearon de pie tras la mesa con diligente orden, y mientras resonaba una vibrante ola de aplausos, varios fotógrafos los inmortalizaron a través de sus cámaras, sin saberlo, dando origen a la Generación del 27. El encuentro terminó y los asistentes se mezclaron con los autores. En ese momento, se produjeron unas palabras entre Joaquín y García Lorca.
—Ha sido maravilloso. Sencillamente fantástico —dijo Joaquín—. Pero debo marcharme, ya he conocido más de lo que hubiera imaginado.
—Muchas gracias Joaquín, por gente como tú la poesía puede seguir viva. Oh, pero mañana hay otra velada, y el domingo un almuerzo, vamos, acompáñenos amigo —dijo—.
—Me encantaría, pero debo partir —señaló apesadumbrado—.
—Como quiera o tenga que ser, pero invitado queda, ya sabe —dijo con una afable sonrisa—.
Se estrecharon firmemente las manos y se alejó mientras un grupo de hombres fumando abordaba a Federico para charlar con él.
Comenzó a caminar con una grata sensación copando su pecho. Masticaba un agridulce sabor al ser conocedor del destino y la suerte de quienes había conocido. Se fue alejando por la calle gris mientras el frío le azotaba al voltear las esquinas. Pasó de nuevo por la coqueta plaza y vio de nuevo, como si estuviera despidiéndose de él, el gato de brillantes ojos sentado bajo la fuente. Continuó enlazando sosegados pasos hasta que, al fin, llegó a la calle donde hubo comenzado todo. Arrastró con ligereza la mano por la enladrillada pared, acariciando a la ciudad como signo de agradecimiento. Al llegar al final de la misma, en una progresiva oscuridad, se detuvo. Respiró profundamente y, encogido, se sentó en el mismo banco. Cerró los ojos y sonrió.
Al abrirlos de nuevo, comprobó estar sentado en su maltrecho taburete, en València, en la calle de siempre. Ante sus ojos, el bello cuadro que había pintado. Terminó de recoger sigilosamente entre el silencio los desordenados objetos que, esparcidos por el suelo, le rodeaban. Mientras se marchaba cargado, lanzaba cariñosas miradas tras de sí, a ese rincón especial, en esa calle en particular, aquel lugar donde las gentes, ignorantes y ajenas a su historia, seguían preguntándose el motivo por el que aquel viejo continuaba deslizando su pincel cada día desde hace ya más de treinta años.
Photo by Anna Kolosyuk on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Adrián Bermell Mira (@adri92bm)
Nacido en Valencia (1992)
Autor de varios relatos como «1927», «Autómatas», «Ojos de Doñana», poesías como «Vislumbre de argente» y microrrelatos publicados en antologías, entre otros.
Actualmente trabajando en dos proyectos de novela (ProyectoMiedo y ProyectoJerusalén).
Miembro activo del club de escritura Fuentetaja Literaria.
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo.
Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Y si te quedas con ganas de leer más, puedes entrar a nuestra librería online
Mágico homenaje a la Generación del 27 y al poder de la imaginación. Enhorabuena, Adrián.